SIN SALIDA

Mi nombre es Claudia, y te cuento que nací de una madre joven, de 17 años. Poco después de haber nacido yo, un día mi mamá regresó al hogar paterno, y se encontró con la casa vacía. Mi papá nos había abandonado. Mi mamá comenzó a trabajar limpiando casas. Durante mi primer año, no tuvimos hogar. Meses después, comenzó un noviazgo con uno de los hijos de la señora de la casa en la cual trabajaba en ese momento. Al cabo de un tiempo, comenzaron a convivir. Mi padrastro era deportista… En aquel entonces, yo no sabía por qué, pero no me agradaba quedarme con él. Por eso, cuando mi mamá salía a trabajar, me dejaba al cuidado de una vecina.

Mamá seguía luchando con nuestra situación económica, cargándose a los hombros la responsabilidad de traer comida a casa. Después de un tiempo, volvió a quedar embarazada. Mi padrastro comenzó a tener juegos perversos conmigo, y de distintas formas me hacía ver que aquello debía ser un secreto entre los dos. Es así como comenzó a abusar de mí, manoseándome. Era un juego sexual cuya gravedad no comprendía a causa de mi corta edad. Él era una persona agradable de las puertas de casa hacia fuera… En cambio, las peleas, los malos tratos y los insultos hacia mi mamá eran constantes. Nunca me levantó la mano, pero en sus arrebatos de furia, tiraba todas las cosas. Yo tenía 7 años, y mi hermano solo 2. Los juegos sexuales no habían disminuido; todo lo contrario. Ya se habían convertido en una costumbre, y prácticamente todas las noches se acercaba a mi cama para hacerlos. Me infundía mucho temor. Para tratar de frenar sus abusos, yo me recostaba en mi cama totalmente vestida, con el fin de que no pudiese tocarme, o por lo menos hacérselo difícil… ¡Yo solo quería escapar! Con el tiempo, ya no se satisfacía con solo tocarme. Recuerdo que a mis 11 años, estando solos en casa, comenzó su ritual, queriendo penetrarme. Yo solo lloraba; no puedo olvidar el dolor que me causó.

El tiempo fue pasando, y los abusos se repetían. El odio y el rencor se adueñaban cada vez más de mi corazón. Todos los hombres que habían pasado por mi vida: mi abuelo, mi padre y mi padrastro, me habían dejado una herida, porque de ellos solo había recibido rechazo, abandono, y abusos. El modelo de “hombre” que yo tenía estaba totalmente desvirtuado a causa de esto. No concebía que un hombre me pudiese hacer otra cosa más que lastimarme o herirme. Odiaba a los hombres. Los años siguieron transcurriendo. Llegué a la adolescencia, utilizando mi sensualidad para atraer a los chicos. No porque los quisiera, sino porque sentía placer al manipularlos.

Un día me enfrenté a mi padrastro, diciéndole que no iba a permitir que él siguiera tocándome, porque lo iba a denunciar. Entonces lo que él hacía era masturbarse delante de mí, y me amenazaba si no me desnudaba. Nunca pude ir a un cumpleaños, o salir con amigas, porque ellos me controlaban constantemente. Tenía que ir de la casa a la escuela y de la escuela a la casa. Siempre me destaqué en el colegio con mis notas, y participaba en distintas actividades. Lo único que deseaba era que alguien me quisiera y me aceptara. Creía que lograría esa aceptación a base de “hacer algo”, no por ser quien era.

Comencé a asistir a una iglesia católica en búsqueda de una salida. Tomé la comunión, y pude confesarle al cura lo que me había pasado, creyendo que él me ayudaría, pero lo único que me dijo era que rezara 25 Avemarías y 30 Padrenuestros para limpiarme de aquel pecado. Sin embargo, en realidad yo era la víctima. Por eso pensaba que Dios no existía; no podía entender como a una niña de solo cinco años le podía pasar todo aquello.

A partir de mis 15 años, mi vida comenzó a ser “más libre”. Mi padrastro ya no me tocaba, y yo empecé a tomar mucho y a fumar. Salía con un chico que tenía diez años más que yo. Él tenía una buena posición económica, y por esos mis padres no se oponían. Manteníamos relaciones sexuales, pero era muy celoso. Tenía muchos problemas de agresividad y me perseguía cuando iba a trabajar, a tal punto que me cansé y terminamos la relación.

En 1985, mi mamá vio por primera vez un programa cristiano por televisión. Era “El Club 700”. A partir de esos momentos, comenzamos a asistir a una iglesia en contra de la voluntad de mi padrastro, pero íbamos. Recuerdo que lo que más me impactó fue el amor de las personas. Se acercaban y me abrazaban, y yo no tenía que hacer nada para que me quisieran. Me llamaban por teléfono y me visitaban. Acepté a Cristo en mi corazón, pero en realidad no le entregué mi vida.

Un día me invitaron a participar en un picnic organizado por el grupo de jóvenes de la iglesia. Yo asistí, y allí uno de los chicos me habló y me preguntó si quería dejar de fumar. Me quito el paquete de cigarrillos, lo rompió y oró para que nunca más volviera a fumar. A partir de aquel momento, no probé un solo cigarrillo más. La gente que trabajaba conmigo no entendía cómo de un día para otro ya no había vicios en mi vida. Comencé a participar más activamente en las actividades de la iglesia. Era un tiempo muy especial por el mover del Espíritu Santo que había. Asistía a las vigilias y a las reuniones especiales… Yo sentí incluso que Dios obraba en mi cuerpo, devolviéndome la virginidad.

Fue un tiempo maravilloso de búsqueda de Dios, durante el cual, él trataba conmigo, pero a su vez yo tenía que pagar un precio. Tuve que dejar unas cosas para que él me diera otras. Dios puso en mi corazón un sentimiento de amor hacia mi padrastro, y poco a poco mis actitudes con él fueron cambiando, demostrándole que Dios me había transformado, y que yo tenía que amarlo a pesar del daño que le había hecho a mi vida.

A su tiempo, llegó el noviazgo con uno de los chicos de la iglesia. Entonces comprendí que el amor era más que sexo y que cuanto yo pudiera dar. Al principio, creía que Dios solamente quería cambiar mi vida. Por eso tenía temor de contar mi pasado. No me imaginaba que él usaría mi testimonio para liberar a otras mujeres. Sin embargo, me quitó la venda de los ojos, y a partir del momento en el cual decidí compartir con otros mi pasado, empezó un gran ministerio, porque hasta aquel momento no lo tenía, a pesar de haberme casado con un hombre que tiene un llamado y un ministerio. Dios me mostró que había algo más para mí, y me dio todo lo que el enemigo me había querido robar.

Extracto del libro Las 10 Plagas de la Cibergeneración

Por Ale Gómez

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí