Pasaje clave: Lucas 15:29.
El amor y la paciencia del padre en esta historia no tienen límites. Ama con misericordia a sus dos hijos por igual.
No importa el personaje externo, lo que está delante de sus ojos. Ya sea alguien con aspecto de mendigo o un altanero, Dios no mira lo que mira el hombre, Dios mira el corazón. Y en ambos casos, el padre ve su ruptura. Ha sentido el rechazo de los dos. El menor, que se alejó y no quiso saber nada de él, pero que gracias a su abrazo ha vuelto a vivir el gozo, y ahora el mayor, que teniéndolo delante sigue siendo incapaz de sentirse un hijo.
Mas él, no desiste, e intentará por todos los medios, que este otro hijo también “vuelva en sí” y se de cuenta de quién es realmente y deje de vivir en la mentira de la autosuficiencia.
El ambiente se puede cortar con un cuchillo, todos queremos saber lo que el hijo mayor terminará respondiendo. ¿Será suficiente haber visto a su padre suplicarle y humillándose delante de sus invitados?¿Podrá su alma recibir la luz que atraviesa el enojo? Todos esperamos que sí, que recuerde quién es. Pero el hijo, con voz de lamento dijo al padre: «He aquí, tantos años te sirvo», no podía empezar peor.
“Mira lo que he hecho. Soy un siervo, trabajo y trabajo, durante años. Me he mantenido fi el, he trabajado por ti.”
Su identidad está fundamentada en lo que hace. El argumento con el que empieza es su servicio. No se ofende porque él también es hijo y por eso debería tener el mismo trato, sino porque él ha servido. Y el otro no.
Al hermano mayor no le parece suficiente el amor del padre hacia él. El supuesto agravio comparativo tiene su corazón endurecido. Estaba en casa sirviendo, por muchos años, y eso no es malo per se.
Pero no servía en agradecimiento por recibir tanto de su padre, sino por obligación, queriendo conseguir algo a cambio. Y ahora lo saca a relucir como su primer argumento para mantener su postura.
Yo sirvo. Yo merezco. Él no.
Cuando pensamos así, nuestro corazón se vuelve insensible al amor del Padre y lo juzgamos. La Buena Noticia se convierte en una mala noticia cuando la escucha alguien que cree merecer más que los demás.
Somos incapaces de disfrutar la fiesta, demasiado pendientes de nuestra moral y del deber y amarrados a nuestra filosofía de los méritos
queremos escalar en nuestra propia opinión. Y reafirmando lo que piensa de sí mismo sigue argumentando, “he estado en casa no habiéndote desobedecido jamás”, siguiendo con su tesis de perfección para ganarse el beneplácito del padre dice haberle hecho caso siempre. Está tan ensimismado que cree que es perfecto, y que eso le da derecho a ¡desobedecerle ahora!
En nuestros procesos de autojustificación terminamos por vivir en nuestra propia ilusión de superioridad, y, como ocurrió con los fariseos y Jesús, nos ponemos por encima de la justicia de Dios.
He oído muchas veces que no debemos ser ni intentar ser más buenos y misericordiosos que Dios (algo que me parece imposible) cuando parece que estamos siendo demasiados permisivos o hacemos la vista gorda. Puede que esto sea un riesgo, no lo sé.
Pero temo que el mayor peligro es creernos más justos que Dios y señalar a aquellos a quien Dios abraza. Y podemos acercarnos “ad absurdum” de señalar a Dios, por su misericordia: “a los pecadores recibe y con ellos come”. Y demostrar entonces, que somos desobedientes. Que nuestra obediencia no es perfecta. Es una obediencia a cambio de obtener algo para nosotros, nos obedecemos a nosotros mismos. Obedecer solo cuando la orden está de acuerdo a nuestros criterios no es obediencia en absoluto.
La única obediencia que agrada a Dios es aquella que nace fruto de su amor. De sabernos amados. “El que me ama, guarda mis mandamientos”
Ese es el orden. Amar, guardar.
Puede haber una obediencia malvada, herida y no interiorizada que no agrade a Dios, en ningún nivel. Estamos tan rotos que somos capaces de obedecer los mandamientos de Dios y no al Dios de los mandamientos. Y re-sentidos en nuestro interior, hacemos lo correcto pero con la actitud indebida.
Tarde o temprano, el gigante de la obediencia externa se hunde por tener los pies y el corazón de barro. Entonces brota el resultado de esta falsa obediencia: el reproche.
Porque si servimos con la expectativa de encontrar valor en lo que hacemos y la gente no responde como esperamos, el veneno de la injusticia percibida nos inunda y termina por romper la presa que retenía nuestro enojo.
Ahora el hijo mayor se pondrá al ataque y acusará ¡al padre, nada menos! de ser injusto. Le dice: nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Él ya era hijo, de pleno derecho, pero no lo disfrutaba. Le reprocha que nunca le dio un cabrito, un animal pequeño con poca carne para disfrutarla con sus amigos.
En aquella época era algo especial matar un animal y comer carne. Se reservaba para ocasiones especiales. El hermano mayor se sentía un
esclavo, alguien al que no celebraban, uno más. Siendo el único hijo de la casa durante mucho tiempo, no sabía disfrutar de su posición.
Además, en esta frase se vislumbra algo más de su corazón. Ni siquiera en este momento dice querer disfrutarlo con el padre. No quiere una fiesta con Él. El gozo que quiere experimentar no es con el Padre sino con sus amigos. Aunque vivía en casa, estaba lejos.
Amaba por el pan, todos al fin y al cabo, amamos por el pan. Pero Dios cree que podemos llegarle a amar por lo que Él es.
Y así, este hermano mayor no sabe salir de sí mismo y sus exigencias.
Solo piensa en el agravio, centrado en él y sus derechos. En lugar de pensar en sus responsabilidades y disfrutar.
La ruptura con el padre le llevará a no reconocer a su hermano menor. Porque este hijo debería haber ido por su hermano pequeño, debería
tener el corazón que tuvo el buen pastor que no descansó hasta encontrar la oveja descarriada.
Él podría ser el intermediario perfecto entre un padre dolido y un hijo rebelde. El que intercede.
Siendo el dueño efectivo de la hacienda podría haber intentado impedir que se fuera. Pero si tú estás perdido, no puedes ir a buscar a nadie, antes tienes que ser encontrado.
Todo lo contrario a Jesús, que como verdadero hermano mayor, no desobedeció al Padre jamás. No tuvo palabras de reproche ni rencor, y mientras la injusticia caía sobre Él, sus palabras eran: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.” Nuestro Hermano, el primogénito, salió a por su hermano pequeño, yo, y me rescató y pagó el precio delante del Padre para que pudiera entrar. Intercedió por mí y pagó toda mi deuda. Y por el gozo puesto delante de él, sufrió el oprobio.
PARA VOLAR
1. ¿En qué está basada tu identidad? ¿Cómo te describes? ¿Quién eres?
Escribe no menos de 5 líneas acerca de quién eres con honestidad y después léelo con calma y medita en lo que has escrito.
2. ¿Qué es lo que más te dolería si Dios decidiera quitártelo?
¿Cómo crees que reaccionarías?
Job 1:21-22. ¿Qué has recibido de Él estos últimos meses?
3. ¿Qué puedes aprender de tu relación con Dios examinando tu relación hacia tus hermanos?
Escribe alguna conclusión de tu reflexión.
4. ¿Qué aprendemos de Jesús como buen hermano mayor?
¿Cuál fue su actitud hacia nosotros?
Extracto del libro «Perdido»
Por Alex Sampedro