Pasaje clave: Lucas 15:28.

¡Qué buena noticia! ¿no?
Entonces debemos esperar la reacción de este “otro” hijo. El trabajador e intachable a sus propios ojos. A pesar de no haber cumplido con su cometido de hermano mayor al que tocaba ir a buscar y reconciliar, podría, al menos, haberse alegrado por el regreso de su hermano, olvidar los desplantes y participar de la alegría desbordante que corría más allá de la casa. Pero no, la injusticia de la misericordia es insoportable para el moralista, y por lo tanto se enojó, no es para menos.
El padre que acoge sin explicaciones resulta molesto a un hijo que ha intentado por sus medios ganarse la fi esta. Su corazón está enfadado, con el padre y con su hermano. No entiende la supuesta injusticia, ni la celebración. El legalismo y las buenas acciones no permiten disfrutar del gozo compartido al que Jesús nos llama.
Que un hijo vuelva le hace enfadar, porque no se lo merece. Y él cree que sí, siempre se ha adaptado a las normas y no es justo que se haga fiesta. El enojo es fruto de su justicia propia, se cree merecedor de aquella fi esta: “debería ser para mi” y brota la envidia que un corazón inseguro siente cuando Dios es infi nitamente bondadoso con el otro.
La autojustificación nunca trae nada bueno.
Cuando creemos que cumplimos con los estándares, nuestro orgullo nos posee y juzgamos a los demás, y por lo tanto nos alejamos de otros corazones, perdemos la capacidad de amar a otros y también de sentirnos amados por lo que somos. Ponemos toda nuestra confianza en nuestras acciones y medimos nuestro valor en lo que creemos que hacemos bien. Pero sabemos, en lo profundo de nuestro ser que no cumplimos ni con nuestros propios criterios, nos fallamos constantemente y esto produce frustración hacia nosotros y enojo hacia los demás, siempre a la defensiva, sospechando de todo y de todos.
Y ese enojo nos lleva a querer destruir al otro, la escalada de odio nos impulsa a anular al objeto de la gracia de Dios. Queremos que desaparezca.
El enojo del hermano mayor envidioso es común en la Biblia. Por ejemplo Caín, que envidiaba a su hermano Abel porque su ofrenda había sido “mejor”. A pesar de que Dios habló a Caín con misericordia y bendiciéndole, estaba tan ofuscado que acometió el primer asesinato de la historia. O Esaú, que al saberse engañado por su hermano pequeño Jacob, (teniendo sus razones) lo obligó a huir. O los hermanos mayores de José que lo quisieron matar y terminaron vendiéndolo como esclavo por no estar seguros del amor de su padre hacia ellos.
Siempre hay hermanos mayores envidiosos.
Yo espero no ser uno de ellos, pero cada vez que me enojo, descubro en mí que mi noción de justicia aún no está limpia. Todavía me molesta la gracia de Dios cuando se aplica a otros. Y entonces entiendo que todavía no he sido perfeccionado en su amor. Porque si cuando su gracia en mi no me molesta y en los otros sí, es que todavía pienso que soy merecedor, digno, y vivo en la mentira de la meritocracia, aún no me he identificado como perdido.
Y la consecuencia de ser un hermano mayor enojado es que no quería entrar.
No “puede” entrar. Su idea de justicia se lo impide. Está convencido de que es lo correcto. No participar. Quedarse fuera. El muro de la prepotencia y la justicia propia es demasiado alto. Y nos aísla.
Mis argumentos juegan en mi contra: Es mejor ser justo a mis propios ojos que rendirme al amor compasivo de Dios. Es mejor tener razón, mis razones, aunque mi postura me cueste el no participar.
Me pregunto si así será lo que habrá fuera del cielo.
Si los que se queden afuera lo harán porque prefieren fiarse de sus argumentos y su propia justicia antes de rendirse y confiar en el amor de Dios.
Quizá las puertas del cielo estén cerradas por fuera. Con el candado de los razonamientos y la autojustificación.
FIN. Esta vez sí.
Podría ser.
Pero no en está historia, de nuevo hay movimiento del personaje más inesperado.
Dentro, en la casa llena de invitados, muchos disfrutaban de que el padre estuviera feliz por todo lo ocurrido, nada podría estropear la fiesta. Pero alguien le informó.
Justo cuando le van a contar lo que está pasando se genera el silencio necesario para que todos lo oigan. En medio de las canciones y las danzas, un silencio.
Tu hijo, tu otro hijo, se ha quedado fuera. Está enfadado. Los amigos y vecinos se miran unos a otros.
Normal – piensan algunos- quizá el padre se ha excedido.
O a lo mejor se dicen entre ellos: “Espero que el padre no permita el desplante de su hijo, es una falta de respeto y más teniendo la casa llena de invitados”.
Las decisiones del padre se acatan, y nadie debería osar, y menos en público, llevarle la contraria. La reacción puede ser explosiva, o a lo mejor simplemente debería ignorar lo que está ocurriendo fuera. “Si no quiere entrar, que no entre, la puerta está abierta, pero si no es capaz de entenderme es su problema”. Pero el padre, este Padre, no es así Pero Dios No es así.
Salió por tanto su padre, a buscar, a alguien que se había perdido. Humillándose delante de todos.
Otra vez. Dejando la fiesta atrás sale para encontrar a su hijo, al que ama profundamente.
De nuevo, fuera de la casa.
Y de nuevo, sin reprensión. Porque lo que mueve el corazón del padre es la misericordia. Siempre.
A todos nos encanta sentirnos identificados con el hijo pequeño. Pero el mayor es otra historia. Merece una reprimenda de su padre.
Empatizar con el mayor parece más complicado. Externamente no parece vulnerable y su actitud no es ni de lejos la de humildad.
Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes. ¿No?
Si el padre va a él, seguro que es para darle una buena lección de humildad. Una buena reprimenda. En un día tan especial como hoy no debería comportarse como un niño. Pero al fin y al cabo, eso es lo que es. Un niño. Su niño. Por eso el padre le rogaba que entrase.
Porque sólo un padre puede ver un hijo detrás del disfraz de autosuficiencia. Puede observar las grietas del alma por las que fluye el enojo, fruto de sus frustraciones internas y sus propios complejos.
Sólo Él puede ver el vacío de un hijo que no se sabe amado, a pesar de los esfuerzos del padre, por la sensación de nunca hacer sufi ciente. Observa un corazón endurecido que cada vez siente menos, hasta convertirse en una piedra incapaz de vibrar por la alegría que le rodea.
El padre se humilla, le ruega, le suplica. ¡Reconcíliate!
Reconciliaos con Dios… Contigo, Conmigo, Con tu hermano.
Ensimismado en su propia justicia está separado de todos.
De él mismo, no experimenta su verdadera identidad de hijo.
De su padre, no respeta su decisión, ni entiende su amor.
De su hermano, no lo reconoce como tal, para él es un extraño, un “otro” incomprensible.
La incapacidad de conexión de este hermano nos hace ver su profunda soledad y confusión.
El padre le pide ¡por favor! (¿?) Que entre. Que acepte a su hermano. Que vea, que abra los ojos ante el gozo. Con la misma actitud con la que recibió al pródigo, ahora sale en busca de su hijo mayor. Quién sabe si intentó abrazarle, y le rechazó, como el niño que se hace mayor y cree no necesitar más abrazos.
Le rogó, no dio una orden, no apeló a su autoridad, ni a su posición, le pidió. Un Dios que no ordena a sus hijos, que pide, que se deja rechazar.
¡Qué Dios el nuestro que no solamente oye nuestras súplicas para que Él sea misericordioso sino que suplica para ejercer su misericordia!
Nuestro Dios, que respeta nuestra individualidad, pero luchará por nosotros más allá de lo que nosotros queremos. Que será tolerante con nuestras acciones, pero su amor trascenderá la tolerancia y procurará el cambio de nuestro corazón.
Aún así, la ceguera de los fariseos no se resuelve fácilmente.
El ruego de Dios, la petición de Dios, ¿tendrá su efecto en nosotros?

PARA VOLAR
1. ¿Cómo puedo detectar el legalismo y la religiosidad que hay en mí?
¿Quién puede ayudarme a liberarme y abrazar la gracia y la misericordia?
Piensa en personas con nombre y apellido.

2. ¿Cómo trata Dios a los que se consideran buenos, justos o tienen un alto concepto de sí mismos?
¿Cómo los trato yo? ¿Qué podría hacer para verlos como Dios los ve?

3. ¿Qué autoridad real tiene las palabras de Dios en mi vida?
¿Soy un hijo obediente que sigue por amor los ruegos del Padre?

Extracto del libro «Perdido»

Por Alex Sampedro

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