Pasaje clave: Lucas 15:20.
El hijo menor no se lo pensó más y levantándose, vino a su padre.
Después de tomar la decisión, actuó. Y se levantó rumbo a casa. Porque para hacer cosas importantes hay que levantarse. Lo contrario es estar recostado, tumbado o caído. Lo contrario es estar conformado, sin reaccionar.
Pero no hay que conformarse, así dice Romanos 12:2. ¡Levántate! Re-acciona, vuelve a activar aquella vida que está dentro de ti y que te impulsa a moverte para cambiar las circunstancias que te rodean. Y es que, cuando te mueves, todo a tu alrededor cambia porque tu perspectiva cambia, porque estás cambiando tú.
En la Biblia, Dios nos invita a levantarnos, constantemente, y este hijo, después de volver en sí, se levantó.
Fue consecuente con su decisión.
Repasaba cientos de veces en su mente su discurso, no quería olvidar ni una sola palabra. Le sobrevenían dudas, temores y desánimo.
Quizá no valdría la pena volver, era demasiado consciente de su condición, no soy digno, se repetía. Sabía que el padre también podría decírselo con propiedad: “No eres digno, ni siquiera para ser uno de mis jornaleros.”
Podría ser una respuesta, y no le faltaría razón. Y el hijo habría hecho el viaje en balde.
En cualquier caso, valía la pena intentarlo, se había equivocado, profundamente, había confiado en su plan de vida, y había fracasado.
Se encontraba en bancarrota espiritual. Estaba por los suelos, como una moneda olvidada. Roto y desanimado como una oveja perdida. Sólo se levantaría una vez más, para ir a su padre. El hijo ya no determinaría su propio futuro. “Todo quedará en manos de la decisión de mi padre”.
Comenzó el camino de regreso, sin fuerzas pero decidido. Puede que externamente irreconocible para cualquiera, sin un atisbo de lo que fue, todavía le quedaba un buen tramo para llegar a casa y cuando aún estaba lejos,
algo ocurrió. Porque en esta última historia lo que está perdido vuelve, pero sigue estando lejos, y por mucho que se acerque a la puerta de casa, estará tan lejos como al principio. A menos que alguien lo deje entrar.
Dio un par de pasos más y lo vio su padre, y lo reconoció.
Al irreconocible. El padre no estaba dentro de casa, había salido, estaba fuera, ¿estaba buscando algo? ¿estaba buscando a un hijo? ¿Era la
primera vez que salía a buscarlo?
Y aquí, las parábolas de la oveja y la moneda comienzan a tener sentido otra vez, reverberan.
El padre espera, sí, pero también busca. Y ese día, el padre lo vio. Detrás de toda la mugre, su delgadez, su rostro estropeado y sus harapos, vio a un hijo. Y fue movido a misericordia,
¿Qué lo movió? Las motivaciones pueden venir de muchos lugares.
A algunos les mueve tener más, a otros la justicia, a otros la fama o el dinero y así.
¿Qué es lo que mueve las decisiones del padre? ¿Por qué se inclina hacia la misericordia? Nadie de fuera lo empujó, ni le aconsejó que lo hiciera. No fue una motivación externa.
De hecho, cualquier motivación externa lo movería hacia la dirección contraria. Al rechazo y la ruptura.
El hijo era un insulto para la familia, había derrochado la riqueza de todos entre los gentiles, su nombre debía ser desarraigado, el pueblo entero debía burlarse de él, y hacerle una “Kezazah”, una ceremonia para que quedara claro que era un paria que no merece nada.
Delante de todo el pueblo y el clan familiar sería expulsado socialmente, sin oportunidad de volver a integrarse, se lo tenía merecido.
Eso es lo que había que hacer. Era la ley.
¿Qué pensarían del padre, un hombre tan respetable como Él si no lo hiciera? A lo mejor lo acusarían de blando, un tonto del que se aprovechan. Pero ellos no saben nada, no son su padre.
Su motivación es intrínseca y nace de un amor incondicional, “se le conmovieron las entrañas” dice literalmente. A pesar de tener un corazón roto por las decisiones de su hijo, sigue buscando y esperando que vuelva. El amor de Dios se traduce en misericordia, en el momento que nos ve. ¿Qué lo mueve?
Él mismo, porque Él es amor. Y cuando se encuentra con nosotros, Él es misericordia.
Y corrió, imagina la escena. Un hombre de su edad, en una cultura en la que solo estaba bien visto que corrieran los niños, los soldados y los esclavos. Corriendo. Lleva una túnica hasta los pies lo que supone que tiene que subirse las faldas de la misma para no tropezarse, lo cual hace la escena mucho más ridícula si cabe.
No supo mantener la compostura, su misericordia le empujó a correr hacia su hijo, no le importaba perder su dignidad si podía con ello alcanzar lo que se había perdido.
¿No es eso lo que hizo Dios cuando se hizo hombre?
Acercaos a Dios… (Decía Santiago, el hermano pequeño de Jesús, qué ironía) y Él se acercará a vosotros. Aunque estemos lejos.
Él vendrá corriendo.
No estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse. Sino que se despojó, y pareció un simple esclavo corriendo… Por amor.
Y se echó sobre su cuello, y… un momento. Ahora sí que ha perdido todos los papeles. Se echa sobre su cuello. Lo abraza. En el original dice algo así como: se abalanzó. Sin tapujos ni formalidades. De nuevo rompiendo todo el protocolo, porque su hijo estaba cerca. El hijo está perplejo. Estaba preparado para todo menos para esto.
Ese abrazo suponía una aceptación que el hijo derrochador jamás podría haber imaginado.
Y todavía no ha abierto la boca. Todavía no ha pedido perdón.
Sus ropas y su carne huelen a cerdo, a ese animal inmundo de los gentiles. Aún así el padre lo abrazó, lo recibió de la forma más íntima.
Es su hijo.
Porque el padre no perdona cuando le pedimos perdón. El secreto, el misterio revelado, es que el padre YA le había perdonado. Sólo que el hijo vivía en la mentira de que no.
Lejos. El padre no espera siquiera a queel hijo esté limpio para aceptarle.
Le abraza y se identifi ca con él y le acepta con toda la suciedad incluida, manchando sus propias ropas.
Y entonces, la aceptación comienza a limpiar a su hijo.
Y así es Dios. Él nos perdona, y por eso nos acepta. Mucho antes de que reaccionemos. El evangelio es que Él nos ha perdonado. Es la realidad profunda de Dios. Y del ser humano. Dios es amor. Un amor en misión, un amor que perdona.
El perdón, una de las demostraciones de amor más extravagantes que existen; se le aplica al que no lo merece, al andrajoso lleno de pecado, si no, no es perdón, es justicia retributiva.
Debemos aprender a abrazar como Dios abraza, al sucio, al pordiosero de corazón, aceptar toda su condición, antes de pretender cambiarle o limpiarle. Pero solo lo podremos hacer si debajo de la mugre podemos ver a un hijo.
Como hizo Dios con nosotros.
Y si no fuera suficiente le besó.
Los padres y madres que conozco besan mucho a sus hijos. Es un gesto de cariño e inocencia, y cuando son niños lo reciben con alegría y entusiasmo. Por mucho que un hijo crezca, sus padres siempre lo verán como su niño. En la adolescencia ya no queremos que nuestros padres nos besen. “¡Quita papá que están mis amigos!”
Porque hemos crecido.
Pero los padres pueden ver, detrás de un hombre rudo, a un niño que necesita todavía que le abracen y le besen; detrás de una mujer segura de sí misma, a una niña necesitada de que la aúpen hacia el cielo.
El padre, al besar a su hijo, al abrazarlo, le devuelve a esa inocencia, no porque lo merezca, sino porque Él quiere.
El hijo tiene la cara sucia, quizá una barba desarreglada, y una mirada desconcertada, a lo mejor vidriosa.
Pero Papá Dios quiere que entienda que es “el hijo amado”, aceptado, que se alegra de verle, que no puede contener su alegría, porque a Dios le encanta sentir más gozo. Y sella su aceptación con un beso, que simboliza el perdón del Padre.
Cuando alguien da un paso hacia Dios, Él corre desde la eternidad hacia nosotros a la velocidad de la luz multiplicado por la velocidad de la luz, para abrazarnos. Para besarnos. Y no le importa lo que los cielos y la tierra piensen acerca de esa humillación.
El Dios soberano, sentado en su trono de justicia, lleno de gloria y dignidad, impasible ante la adoración de miríadas de ángeles, baja corriendo del trono, se arremanga las faldas y pierde las formas. Toma forma de siervo, y recibe a un pecador con un abrazo efusivo y besos, como si fuera un hijo amado, en el que tiene contentamiento.
PARA VOLAR
1. ¿Qué te impide levantarte?
O dicho de otra forma… ¿Qué te mantiene tirado en el barro sin levantarte y regresar a tu verdadero hogar?
2. ¿Qué podemos hacer como hijos para que nuestro padre nos vea?
¿En qué momento nos puede “ver” y ser movido a misericordia?
3. Dios quiere besarte. Justo ahora. Piensa por unos minutos en ello, tan sencillo y tan profundo.
¿Cómo te sientes?
¿Qué te está comunicando Dios, el Creador, a ti?
4. ¿Qué crees que ocurre en ti, como consecuencia de ser recibido por Dios así?
Extracto del libro «Perdido»
Por Alex Sampedro