Había caminado hacia la habitación de mi hijo sintiéndome un poco abrumado. Estaba cansado físicamente aquella noche, pero también estaba cansado de ser padre. Estaba cansado de la constante necesidad de ministerio que mis hijos requerían. No quería tener de nuevo la misma conversación que ya había tenido con mi hijo miles de veces. Deseaba decirle a mi esposa, «Ve tú y hazlo. Yo ya lo he hecho; no quiero repetir esta conversación». Resentía la inmadurez y pecado de mi hijo que demandaba tanto de mi atención y tiempo.

Había pasado un tiempo en oración antes de entrar a su cuarto. Me sentía mejor y pensé que estaba preparado para tener una conversación productiva. De todas maneras, estaba preocupado al entrar a la habitación. También él estaba cansado e inmediatamente respondió a la defensiva a lo que le dije. Me acusó de no ser amoroso, amable y comprensivo. Parecía estar discutiendo en cada punto que trataba de exponerle. Esta no era la manera como había pensado que serían las cosas. No sólo no estaba reaccionando positivamente sino que me estaba llegando a la coronilla.

Llegado cierto punto de la conversación perdí el control. En mi ira le dije palabras tan ofensivas como nunca antes había dicho. Salí de cuarto diciéndole que esperaba vivir lo suficiente para verle valorándome verdaderamente. Le dije, que no me iba a esperanzar de que esto sucediera. Cuando salí me miró con una combinación de enojo y dolor.

Me senté en mi cama en la oscuridad derrotado y desanimado como padre. El llamado de Dios para mí como padre me parecía irreal e imposible. Luché con el abismo entre lo que sabía y lo que había hecho. Me preguntaba si algún día lo lograría. Estaba atormentado entre la autocompasión y la convicción de pecado. Deseaba que mi hijo se sintiera lastimado como él me había lastimado, no obstante sabía que ese deseo estaba mal. Al estar sentado allí me di cuenta que ésta era una labor de la que no podía renunciar. No había escapatoria. Mañana despertaría con el mismo conjunto de requerimientos. Le calmé a Dios por ayuda y perdón. Le rogué para tener carácter y fortaleza. Oré por fe y perseverancia. Nunca estuve más consciente de mi necesidad del Señor momento a momento.

Quizá ya estás abrumado por lo que has leído en este libro. Quizá te has sentido con remordimiento. Quizá ha sido expuesto el pecado de tu corazón. Quizá te has sentido tentado a decir, «Paul, ¡Nunca seré capaz de hacer lo que has descrito!». Quizá estás pensando, Quizá esto funciona con tus hijos, pero nunca funcionará con los míos»

Antes de considerar las metas de Dios para nosotros al educar a nuestros adolescentes, necesitamos reflexionar en quienes somos como hijos de Dios. Es importante que vamos que la gloria y la gracia de dios son mucho más grandes que nuestros pecado y nuestra lucha como padres.

Quiero mostrarles tres pasajes que han sido mis amigos en momentos de desánimo y derrota. Dios ha usado estos pasajes para alterar radicalmente mi manera de pensar acerca de lo que él me ha llamado a hacer en la vida mis adolescentes.

Poder Imponente

Pocas cosas tienen en la vida la demanda las veinticuatro horas del día como la tiene la educación de los hijos. Pocas cosas en la vida tienen tal potencial para traer dificultades y dramas inesperados. He hablado con muchos padres de adolescentes quienes hablan de estar preocupados, que sienten que no tienen la fuerza para hacer lo que han sido llamados a hacer. En virtud de esto es vital que no olvidemos la fortaleza que es nuestra como hijos de Dios.

En Efesios 3:20-21 Pablo nos dirige hacia ese poder en una doxología muy conocida.

«Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén.»

(CONTINÚA… DALE CLICK ABAJO EN PÁGINAS…)

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