Escuché, mientras aquel padre me decía en presencia de su hijo adolescente, “¿Sabe usted cómo se siente ir a la iglesia y saber que todos han estado hablando y orando por tu hijo rebelde? ¿Sabe qué se siente entrar al servicio y tener la mirada de todos, puesta en uno, sabiendo que la gente se pregunta cómo están yendo las cosas y cómo tú y tu esposa lo están enfrentando? No es la manera como se supone que deberían ser las cosas. Tratamos de hacer fielmente todo lo que Dios nos llamó a ser como padres, y mire con qué hemos terminado. Me pregunto que, si hubiéramos sabido que así íbamos a terminar, ¿hubiéramos decido tener hijos? No puedo describir cuán desanimado y apenado estoy”.

Aquella tarde, teniendo a su hijo escuchando, este padre dijo lo que muchos padres han sentido, pero nunca han expresado. Tendemos a entrar a la educación de nuestros hijos con expectativas como si tuviéramos una garantía sólida y rápida. Pensamos que, si hacemos nuestra parte, nuestros hijos serán ciudadanos modelos. Sin embargo, en un mundo caído, las cosas no funcionan así. Tendemos a ver nuestra paternidad con un sentido de propiedad, que estos son nuestros hijos y su obediencia es nuestro derecho.

Estas suposiciones preparan el terreno para que nuestra identidad quede envuelta en nuestros hijos. Comenzamos a necesitar que sean lo que deben ser para que nosotros podamos tener un sentido de logro y éxito. Comenzamos a ver a nuestros hijos como nuestros trofeos en vez de verlos como creación de Dios. Secretamente queremos mostrarlos en las repisas de nuestras vidas como testimonios visibles de una labor bien hecha. Cuando ellos no llegan a la medida de nuestras expectativas, no nos ponemos a llorar y a luchar por ellos, sino nos enojamos con ellos, luchamos en contra de ellos, y de hecho, lloramos por nosotros y nuestra pérdida. Nos molestamos porque se han llevado algo que valorábamos mucho, algo que hemos llegado a atesorar, algo que ha llegado a regir nuestros corazones: una reputación de éxito.

Es tan fácil perder de vista el hecho de que estos son hijos de Dios. No nos pertenecen. Nos los da no para traer gloria a nosotros, sino a Él. Nuestros adolescentes vienen de Él, existen por Él, y la gloria en sus vidas apunta a Él. Nosotros somos agentes para cumplir Su plan. Somos instrumentos en sus manos. Nuestra identidad está arraigada en Él y en su llamamiento, no lo está en nuestros hijos y su desempeño. El rechazo esencial que nos debe poner a llorar no es que nos rechacen a nosotros, sino a él.

Como padres, estamos en problemas cuando perdemos de vista estas “realidades verticales”, cuando perdemos de vista a Dios, su propiedad de nuestros hijos, y su llamamiento a ser padres fieles sin importar el resultado. Cuando la educación de nuestros hijos se reduce a nuestro trabajo arduo, el desempeño del adolescente y la reputación de la familia, será muy difícil responder ante las fallas de nuestros hijos con fidelidad sin egoísmo. Los momentos ordenados por Dios para ministrar se convertirán en momentos de confrontación airada llena de palabras de juicio. En vez de dirigir de nuevo a Cristo al adolescente necesitado, lo golpearemos con palabras. En vez de amar, rechazaremos. En vez de decir palabras de esperanza, condenaremos. Nuestros sentimientos estarán inundados mucho más con nuestra propia vergüenza, enojo, y dolor, que con el dolor porque nuestro hijo es rebelde delante de Dios.

Necesitamos comenzar con un examen de nuestro propio corazón. ¿Tenemos una actitud de pertenencia y de tener derechos? ¿Hemos llegado a ser dominados sutilmente por la reputación? ¿Hay dentro de nosotros alguna lucha por amar a nuestro adolescente? ¿Existe distanciamiento entre nosotros que es el resultado de esa lucha? ¿Nos oprime la idea de lo que puedan pensar los demás? ¿Hemos dudado de los principios de la Palabra y por qué no “funcionaron” en nuestro caso? Estas preguntas necesitan ser enfrentadas si es que deseamos ser lo que Dios nos manda que seamos en las vidas de nuestros adolescentes, que son pecadores viviendo en un mundo caído.

Extracto del libro Edad de Oportunidad

Por Paul D. Tripp

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