«Esta será la última vez» pensaba Carlos. Luego me dedicaré a servir a Dios como él quiere. Todo estaba pensado y planeado de manera minuciosa, ya que sus padres estaban dormidos y el plan marchaba a la perfección. Carlos había logrado el primer objetivo; estar frente a la tentación absolutamente solo. Casi como un disparador de emociones incontrolables, las primeras imágenes generaron en Carlos una transformación radical. Aquello que hacía dos horas él mismo condenaba y tildaba de perverso, ahora lo mantenía esclavo y lograba cautivar su corazón. Ahora nada podría detenerlo, excepto el temor a ser descubierto. El monstruo interior se había despertado otra vez y lo único que podría saciarlo serían las sensaciones e imágenes, cada vez más subidas de tono. Si antes se conformaba con el desnudo, ahora debería ver más «acción», hasta el mismo acto sexual. Y en caso de no haber llegado a la eyaculación, buscaría más formas de saciar su sed de autosatisfacción.

Unos minutos después, el monstruo se retiraría para dar paso al «verdadero Carlos». A su corazón llegarían la culpa, la tristeza, la frustración; en fin, las primeras señales de un arrepentimiento genuino. Una y otra vez, el remordimiento le preguntaría por qué, hasta que lo decidiría de forma definitiva por enésima vez. ¡Esto nunca más volverá a ocurrir! No seré tan débil como para caer otra vez en las manos del enemigo.

Carlos lo había decidido definitivamente: «¡Dios es mi testigo!» Y estaba seguro de que nada lo haría desistir. Todo duraría hasta la noche, hasta el próximo lugar oculto, hasta que nuevamente el «monstruo interior» volviera a despertar. Han pasado largos años, y Carlos sigue igual. Es padre de familia, va a la iglesia y hasta dirige un ministerio, pero nadie lo ha descubierto… ¿Nadie?

Esta historia se parece en algo a la tuya o a la mía, Carlos podría llamarse «Ale», o llevar tu mismo nombre. En este capítulo, mi anhelo es que seas libre como yo lo fui. ¡Sí! Quiero que sepas que tengo autoridad para escribir, porque yo mismo he peleado esa batalla en la vida y hasta hoy estoy peleando con esa plaga. Suena poco espiritual, ¿no? Perdón, joven; es la pura verdad.

Hace unos años, a un líder internacional de alabanza le encontraron en su cuaderno de notas decenas de fotos pornográficas. La esposa de un conferencista juvenil de esos que hablan de muchas cosas que nunca han hecho ni harán en toda su vida, lo encontró masturbándose y faltó poco para que se separaran. Son problemas que se arrastran desde la adolescencia, pero no han sido tratados y ahora son muy difíciles de enfrentar; «gigantes» que parece que van a morir con nosotros. Pero hoy te digo que conocí la libertad con la «tijera de Dios».

LA TIJERA DE DIOS

Un adolescente me pidió consejería. Yo me alegré, porque era la primera vez que aquel jovencito me pedía una entrevista a solas. No tenía padre, y para mí era un honor poder entrar a formar parte de su vida. Todavía recuerdo que aquella tarde lo vi entrar a mi oficina con cara de asustado, pero totalmente resuelto a pedir ayuda y a enfrentarse al problema que lo estaba atormentando. Comenzó la charla, detallando una por una las victorias que había obtenido en Cristo y mostrándome los cambios maravillosos que habían sucedido en su vida. Cómo Dios lo había sacado del ocultismo espiritual y cómo su conducta había cambiado en forma abrupta.

Sus amigos ahora eran otros y Jesucristo había influido sobre su forma de vivir. A pesar de todo aquello, había un lugar de su vida en el cual ya no sabía que hacer. Se lo había rendido a Jesucristo no menos de cien veces. Me dijo que era como si por dentro tuviera una pelea entre un demonio y un ángel. No podía soportar más la situación. Entre lágrimas y silencios, me confesó que su mayor problema era la masturbación. Sentía que aquel monstruo no lo quería soltar. Él personalmente no lo podía dejar; estaba arrepentido y sin fuerzas para luchar.

Lo primero que hice fue comenzar a contarle mi experiencia de cómo Dios me había ayudado a mí por medio de mi pastor, a ser libre de esa gran ligadura a la cual se deben enfrentar la gran mayoría de los hombres, y no siempre triunfan. Así que comencé a preguntarle minuciosamente sobre los detalles de cómo caía en aquello, sin tener en realidad el deseo de realizarlo. La historia de aquel jovencito se centraba en un canal de televisión que mostraban imágenes pornográficas y era el motivo principal de su caída.

Muchos líderes me han dicho: «es lo único que nunca podrás vencer». Aunque no lo creas, es más sencillo de lo que te pudieras imaginar. En esta plaga solo necesitas dar dos o tres pasos de valentía de los que no te arrepentirás durante toda tu vida. Así fue que me vino como del cielo la imagen de una tijera (solo lo digo en sentido figurado) y le dije: «Yo tengo la solución. Toma una tijera». «¿Para qué, pastor?», me respondió él. «Hagamos esto: vamos a cortar el cable de la televisión sin que tu mamá se dé cuenta, y se te va a hacer más fácil para que esas imágenes no penetren y te tienten. ¿Qué te parece?» Así que el joven, tijera en mano, realizó su pequeño trabajo de ingeniería electrónica.

A los siete días volvió a mi oficina muy feliz porque había dejado de masturbarse. Al mes y al año, ya daba testimonio de cómo una tijera le había salvado la vida. (Job 28:28).

¡Qué historia!, ¿no? La tijera simboliza la labor de acabar desde la raíz con aquellas cosas que te provocan algún tipo de excitación sexual, ya sea que estés casado o no. Es el arma de Dios para que no te metas en un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches; en una guerra espiritual con los miles de demonios del sexo (que dicho sea de paso, sí son reales). Es más sencillo apagar el canal inmoral prohibido, no entrar en el portal de la Internet que te atrae, o destruir la revista que te lleva a desear la masturbación. ¿Comprendes? «Tus ojos son la lámpara de tu cuerpo. Si tu visión es clara, todo tu ser disfrutará de la luz; pero si está nublada, todo tu ser estará en la oscuridad» (Lucas 11:34). Es muy sencillo. Necesitas usar la «tijera de Dios».

Extracto del libro Las 10 Plagas de la Cibergeneración

Por Ale Gómez

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