La música como formadora de identidad
Ya lo dijo Aristóteles: “La música tiene el poder de formar el carácter”. El experto en rock Al Menconi cree que la música de rock puede cubrir tres de las necesidades básicas de los jóvenes:
La estrella de rock (por medio de los videos, discos y compactos) pasa una enorme cantidad de tiempo con la gente joven, proveyéndoles compañía.
La estrella de rock acepta a los jóvenes, proveyéndoles aceptación.
La estrella de rock describe los problemas de la gente joven, proveyéndoles identificación. Cuando enumeramos las cinco necesidades básicas de cada ser humano—especialmente cuando se encuentra en la etapa de la adolescencia, que es donde se define la identidad—, vimos que hay una búsqueda constante de cinco elementos: personalidad, permiso, protección, pertenencia y protagonismo. Ahora bien, ¿cómo se relaciona la música y qué papel juega en esta búsqueda? ¿Qué elementos aporta al joven en esa construcción de la personalidad? Mal o bien, todos.Pero, dijimos además, que en esta calle de doble vía que es la identificación con los iguales—a través de la música elegida en común—“la que nos gusta a nosotros” se da la dinámica de segregación automática de los diferentes, “la que no nos gusta, la que no escucharíamos ni locos“. Ni qué hablar del rol del cantante o el líder de la banda en esta identificación juvenil. El conocimiento de determinadas canciones y grupos, pertenecientes al género-objeto de devoción, aparece en todos los testimonios como un prerrequisito ineludible para acceder a ser aceptado como parte de un colectivo. Esta es la causa por la cual cada agente tiende a acumular conocimientos específicos sobre la subcultura del género musical elegido. En los grupos en los cuales el elemento de cohesión es la música, las creencias se generan a partir de ella. Ella es la que determina la forma de vestirse, de peinarse, de moverse, la forma de hablar. Este conjunto de creencias construye la identidad de ese grupo de pertenencia. No es casualidad que la población más joven, aquella que inicia sus propios procesos de conformación de identidad, sea la que muestra mayor nivel de compra de material discográfico, porque les es preciso poseer una serie de bienes culturales para formar parte de la comunidad cultural. Simon Frith, un destacado crítico de rock británico, cuenta cómo arribó a esta conclusión respecto del sentido de pertenencia de la música que elegimos:Pero ¿qué hay acerca de la necesidad de sentirse amparado? Esa necesidad de protección o refugio que el adolescente encuentra en la música explica el por qué de las largas horas aislados escuchándola. Sobre todo si tuvo un mal día… si las cosas en la escuela no salieron bien… si un amigo contó un secreto que no debía divulgar… si los padres negaron el permiso para salir… si la novia o el novio no llamó… Infinidad de situaciones se prestan para hallar refugio dentro de un par de auriculares. Por último, el ansia de protagonismo es satisfecha a través de la concreción de una banda propia, en la que él o ella son actores directos y se destacan de entre los demás a través de sus talentos para ejecutar un instrumento, componer o cantar.
Hoy vemos que los productores musicales han visto esta veta comercial y proliferan los casting de lo que se nos ocurra: de cantantes solistas, bandas, modelos, etc. Los fenómenos mundiales High School Musical y American/Latinamerican Idol son un claro ejemplo de ello. Si el joven no llega a concretarlo en la realidad tangible, al menos lo hará en el mundo virtual de su imaginación, donde soñará con ser un ídolo por al menos unos segundos.
Esta identificación cultural también le permite encontrar un grupo de personas en el cual ampararse ante las exigencias del sistema. Y hacer algo contra él, aunque más no sea desde el consumo musical.
La música popular es algo que se posee. Una de las primeras cosas que aprendí viendo cómo se saturaba mi buzón en mis primeros años como crítico musical, fue que los fans del rock “poseían” su música favorita de un modo absolutamente intenso y trascendente. El mayor alud de correo que jamás he recibido me llegó después de haber redactado una crónica criticando a Phil Collins. Llegaron centenares de cartas (no solo de críos y de torpes adolescentes, sino también de jóvenes establecidos), pulcramente mecanografiadas y algunas en papel timbrado, con una misma premisa: argumentaban que al haber descrito a Collins como un tipo desagradable y a Genesis como un grupo tétrico, lo que yo estaba haciendo en realidad era ridiculizar el modo de vida de sus fans y menospreciar su identidad. La intensidad con que se establece la relación entre los gustos personales y la definición de uno mismo, parece un elemento específico de la música popular: esta es “poseíble” de un modo en que ninguna otra forma de cultura popular (excepto quizás un equipo deportivo) puede serlo.
Porque la música es algo que “se posee”, en algunos casos de modo más intenso que en otros, y esto puede verse en la manera en que los jóvenes hablan de “su” música. Cada uno es dueño de la forma particular de interpretarla y del lugar que ocupa dentro de su mundo. Al poseer una determinada música, el joven la convierte en una parte de su propia identidad y la incorpora a la percepción que tiene de sí mismo.
Si pasamos al aspecto de la pertenencia (siempre hablando de cómo se relaciona la música con la formación de la identidad, teniendo en cuenta las necesidades humanas básicas, “las cinco ‘P’”), ocurre en esta etapa una apropiación de ciertos objetos emblemáticos, en este caso la música, mediante los cuales los jóvenes se convierten en sujetos culturales con su particular manera de entender y vivenciar el mundo.
Respecto del permiso, o la aceptación para entrar y salir del grupo, el conocimiento de ciertas músicas, cantantes o bandas le da una especie de “pase libre” al poseedor del mismo. Algo así como “si no conoces a Coldplay, no existes…”.
Ella es también otro instrumento para ayudar a los jóvenes a diferenciarse de sus padres, para “despegar” de esa imagen aunque más no sea temporalmente. Por eso muchas veces eligen una clase de música determinada—esto también incluye letras, estética del grupo, ideales del cantante, etc.—con la cual protestar, rebelarse e incluso “maltratar” a sus preocupadísimos progenitores.
En cuanto a la personalidad, la música elegida le brinda al joven esa dosis de singularidad que lo distingue del resto; una autodefinición particular que le da un lugar en el seno de la sociedad, como una especie de “dime qué música escuchas y te diré quién eres”. De modo que, solo con el hecho de preguntarse entre ellos qué clase de música prefieren, realizan una especie de ubicación inmediata, pues al responder “soy fan de los Rolling Stones”, por ejemplo, se devela—además de lo estrictamente musical—otra serie de datos: cómo uno piensa, de qué trasfondo sociocultural proviene y con qué ideas comulga.
—Jim Burns, pastor de jóvenes (énfasis mío).
Extracto del libro Tribus Urbanas.
Por María J. Hooft.
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