Vivimos en una cultura que se asombra con el experto. Por esta deificación cultural del experto, estamos plagados por la persistente intimidación, la inseguridad constante que obscurece cada decisión que hacemos. Nuestra autoconfianza es desgastada por una incertidumbre que paraliza, una indecisión desmoralizante que nos causa dudar de nuestra habilidad para funcionar en cada área de nuestras vidas, ya sea en la paternidad, religión, educación, política, moralidad, situaciones familiares o qué cocinar para la comida.

A donde sea que volteamos nos encontramos con expertos: expertos en la familia, expertos en cómo criar hijos, expertos en educación sexual, expertos en el dinero, expertos en el crecimiento de la iglesia, expertos en las megaiglesias, expertos en la Biblia, expertos en la planeación financiera, expertos en los
últimos tiempos, expertos legales, expertos morales, expertos en adolescentes, expertos en la paternidad, expertos médicos, expertos en cómo morir, expertos en el ministerio de jóvenes, expertos en consejería y expertos en expertos.

No cabe duda que la mayoría de nosotros nos sentimos completamente inadecuados en todo menos en hacer el desayuno, y aún ahí nos preguntamos si deberíamos checar nuestro menú con un dietista, nutriólogo y un chef.

Después vamos a la iglesia y salimos completamente desmoralizados por el matiz experto del Griego y Hebreo original, que obviamente están fuera de nuestro alcance intelectual como laicos; los principios claros y obvios de un estilo de vida de acuerdo a Dios que todos debíamos conocer, pero claro, no conocemos; las letanías interminables de los sucesos en las historias hace que lo que sea que nos haya sucedido a nosotros sea nada en comparación. El equipo de alabanza está tan pulido, el coro es tan profesional, el drama tan teatral y la presentación en multimedia tan artística que salimos reafirmados de nuestra propia incompetencia. No cabe duda que por esto, tu y yo, personas de Dios comunes, nos
vamos a la cama cada noche con una incomodidad monótona, con un retortijón de ineptitud que está presente cuando nos arrastramos a dormir para saludarnos cuando nos despertamos en la mañana.

Constantemente escuchamos quejas acerca de la liturgia de la Iglesia, la apatía de la congregación, la inactividad de la mayoría. ¿Podría ser que la pasividad colectiva de la iglesia es la consecuencia directa de la pericia en el liderazgo? ¿Podría ser que la falta de voluntad de el llevar a cabo de muchos es una respuesta natural del llevar a cabo perfecto de unos cuantos? ¿Podría ser que la autoridad del experto ha robado al no experto de cualquier autoridad que pudiera tener? ¿Podría ser que el desfile sin fin de los “héroes” ha hecho que sea imposible encontrar a los verdaderos héroes escondidos en lo ordinario y en
el lugar común?

Es tiempo de reclamar la gloria de lo común, el poder de lo simple, la autoridad de lo no pretencioso. Es tiempo para que reclamemos la consecuencia radical del Evangelio, que es que el débil, el quebrantado, el fragmentado, el que sufre y los no expertos, sean las autoridades de la Iglesia. El milagro del Evangelio es que “los perdidos” sean los que muestren a los que se creen “encontrados” su perdición, ellos son los que ministran a los ministros. Son los ciegos que exponen la ceguera, los perdidos que exponen nuestra perdición, los cojos que exponen nuestras discapacidades, los débiles que exponen nuestras debilidades.

Existe una autoridad que cada uno de nosotros posee, que va más allá de las palabras. Es la autoridad de nuestra conversión, la autoridad de nuestro caminar personal con Jesús, la autoridad de nuestro pasado, la autoridad de nuestro sufrimiento, la autoridad de nuestros fracasos, la autoridad de nuestros rasguños y cicatrices que la vida nos ha dado.

Cada minuto que vivimos con Jesús, cada semana que seguimos al Maestro, cada año que marcamos en compañía del Salvador nos da una sabiduría acerca de la vida que trasciende la pericia del experto. La experiencia es más que un gran maestro, es un currículum que nos califica a todos para hacer juicios, decisiones y elecciones en las que podemos confiar y que otros pueden confiar. Aún nuestros fracasos pueden ocurrir con pasión y confianza porque sabemos que son el fruto de nuestro antiguo yo, la evidencia de nuestra falta de conocimiento, los errores que necesitábamos hacer para saber que cometimos errores, el prólogo necesario para una nueva inspiración y consciencia.

Jesucristo nos ha llamado la Iglesia. Nuestra vida en Cristo es una luz, un grano de sal, un lugar a donde la integridad del Evangelio es visible y conocible y tocable. La gente realmente ve a Jesús en nosotros y Jesús no estaba bromeando cuando El dijo a Sus discípulos: “Quién los reciba a ustedes me reciben a mí”. ¡Wow! ¡Hablando de autoridad! ¡Hablando de ser un experto! Cada uno de nosotros nos convertimos en pequeños expertos de la vida Cristiana, cada uno de nosotros desarrollamos nuestra pericia propia y única en una relación con Jesús; cada uno nos convertimos en asesores en intimidad con Jesús.

Nuestras iglesias están llenas de aquellos que han sido maltratados y golpeados, pisados y quebrantados por personas como yo, los llamados “expertos” en comunicar la fe. ¿Cuántos de nosotros nos hemos mantenido a flote por aquellos de nosotros que podemos manejar una frase, manipular palabras, dirigir una historia, solo para desilusionarnos en el momento en el que llegamos a casa, por las realidades de una vida que no suena tan bonita o que no funciona perfectamente? Debe mantenernos a flote las inspiraciones que cada día estamos aprendiendo en las trincheras de nuestra propia fe. Debemos confiar en la sagrada intuición que hemos desarrollado a través de los años en nuestro caminar con Jesús.

El poder de la Iglesia no está en los super predicadores, o sus mega estructuras, o sus grandes instituciones. El poder de la Iglesia está en sus individuos cuyos sacrificios a través de la vida diaria tienen una autoridad que ningún experto puede equiparar.

Por Mike Yaconelli

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