Es indiscutible el valor que la música tiene dentro del estudio de las subculturas juveniles. El universo de los jóvenes se compone de estilos, grupos o solistas que conforman su mundo personal. Ellos escuchan música desde que sale el sol hasta que se pone; algunos acostumbran dormir con los auriculares a todo volumen. Mientras hacen las tareas miran su canal favorito de música, a la vez que están en Internet bajando los últimos temas a su mp3. Se duchan con la radio de fondo, viajan en colectivo o subte con la música sonando. Escuchar música y ver videos musicales son dos de las actividades más importantes en la adolescencia, y a muchos los acompañan por el resto de sus vidas.

Según el Centro de Investigaciones Sociológicas y Eurostat65, el 78% de los jóvenes entre 18 y 24 años escuchan música todos o casi todos los días. Una amplia encuesta realizada a jóvenes entre 14 y 16 años, en diez diferentes ciudades urbanas del sudeste de Estados Unidos, mostró que escuchan música un promedio de cuarenta horas a la semana.

Otro estudio realizado por La Asociación Médica Americana señaló que:

El adolescente promedio escucha música rock durante diez mil quinientas horas (más del doble del tiempo que pasa tomando clases en la escuela) en su período desde el séptimo al duodécimo grado. Y concluyó diciendo: la música ejerce una mayor influencia en los adolescentes que la televisión.66

Aunque coloqué a la música como segundo pilar, pese a su importancia dentro de la cultura juvenil, quiero reiterar que esto no marca necesariamente el orden de prioridades en la vida de cada uno.

Anteriormente comenté que, cuando empecé a estudiar este tema, intenté de arribar a una clasificación de las subculturas. Probé uniéndolas en base a ideologías “duras” y “blandas”, traté de descubrir una relación con la clase social alta o baja, y hasta ensayé agrupaciones según el género musical. Este último fue el más infructuoso de todos los intentos, debido a que la categorización sobrepasa lo estrictamente musical; nos referiríamos entonces a géneros culturales.

Además, en el caso de la música, se han sucedido tantas fusiones de estilos como hibridaciones67 en las subculturas juveniles, que tratar de clasificarlas a ambas sería encasillar lo “inencasillable”. Por lo que, finalmente, prefiero presentar un abanico de subculturas juveniles y sus respectivos gustos musicales en vez de un gráfico que las organice.

También debo reconocer mi falta de conocimiento en este punto, especialmente en cuanto a asuntos de índole técnica, por lo que debí pedir ayuda calificada a profesores de música y otras personas involucradas en el tema.68

El valor de la música desde el aspecto social

Como es sabido, el estudio de la música se puede abordar desde diferentes ciencias según el objeto de análisis. De este modo, la musicoterapia se encargará de aplicar las bondades terapéuticas de la música a distintas problemáticas psicofísicas; las ciencias de la comunicación estudiarán el mensaje que se transmite desde la letra y música; la sociología se enfocará en los efectos que ella produce en la cultura de una sociedad y viceversa; la musicología estudiará sistemática e históricamente las fuentes musicales; la etnomusicología (disciplina que combina la antropología y la musicología) se centrará en el análisis de la música popular y sus usos en una determinada cultura; la psicología verá cómo la psiquis procesa e interpreta los mensajes contenidos en la música y cómo ellos modifican su conducta; los estudiosos de la literatura intentarán descifrar el valor poético de las líricas y también los semiólogos y lingüistas harán lo propio; sin dejar de lado a los músicos propiamente dichos, que estudiarán y ejecutarán el arte para deleite de los oyentes. Pero, además de todo esto, hay otro sistema interesado en la música y es el aparato comercial, los estudiosos en marketing, las productoras musicales, los representantes artísticos, los diseñadores, fabricantes de instrumentos, disqueras, radios, canales de música, y la lista sigue interminablemente.

Extracto del libro Tribus Urbanas.

Por María J. Hooft.

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