Intentar reformar la opinión de una persona es difícil. ¡Cuánto más reformar los dogmas y las tradiciones de una comunidad o una institución eclesiástica! Sin embargo, eso es lo que sucedió hace 500 años con un monje alemán llamado Martín Lutero y con lo que según Calvino y otros padres de la Reforma Protestante debe seguir sucediendo en la iglesia de hoy ya que una iglesia reformada debe per­manecer reformándose. Pero, ¿por qué es tan difícil? ¿Cómo formamos nuestras opiniones? ¿Y nuestros hábitos? ¿De dónde vienen nuestros hábitos ministeriales?

Hace unos años me convencí que el conocimiento se esconde en mejores respuestas, pero la sabiduría, en mejores preguntas; así que la visión de un liderazgo generacional comenzó allí, en ese desierto de las nuevas preguntas que nos llevan a la tierra prometida de nuevas visiones.

  • ¿Por qué en la mayoría de nuestras iglesias quienes trabajan con niños no dialogan, y menos planifican, con quienes trabajan con ado­lescentes o jóvenes?
  • ¿Por qué en tantas de nuestras iglesias todavía llamamos jóvenes a los de 13 al igual que a los de más de 30 que todavía no se casaron, y pretendemos que reaccionen igual a los mismos programas?
  • ¿Por qué la mayoría de los pastores asumimos que nuestra tarea es enfocarnos en los adultos y que los líderes primerizos son los que tienen que ocuparse de los adolescentes?
  • ¿Cuándo comienza y cuándo termina exactamente la juventud? ¿Estamos seguros?
  • ¿Cómo experimenta la transición entre el ministerio de niños y el de adolescentes o jóvenes un preadolescente?
  • ¿Por qué pareciera que cada vez nos cuesta más que las nuevas gene­raciones aprendan la Biblia y abracen una fe que no sea emocionalista?
  • ¿Por qué nos cuesta retener a tantos niños que pasan por nuestras iglesias?

Estas son preguntas iniciales que cobijan un cambio de paradigma que necesitamos con urgencia.

MI BÚSQUEDA Y UN POCO DE CIENCIA

No muchos saben que cuando tuve la oportunidad de estudiar para mi Doctorado en Teología en California a finales de los 90, tomé algunos cursos de neurociencia del cerebro adolescente en la Universidad de Cali­fornia Los Ángeles (La UCLA). Mi premisa para hacerlo fue que, para servir correctamente a un grupo de personas, debo prestar atención a detalles del diseño de Dios que la ciencia ha descubierto respecto a ese grupo de personas. Mi mamá me inculcó desde mi niñez que la ciencia no inventa nada, sino que descubre o manipula lo que Dios ya inventó, así que siempre vi a la ciencia como una herramienta para ilustrar mi fe y agregar eficacia a mi misión.

Lo que estudié en aquellos años me permitió entender que, aunque nues­tra tarea es esencialmente espiritual, no podemos desentendemos de las etapas de maduración cognitiva, las distintas áreas del desarrollo y los diferentes estilos de aprendizaje porque estas son variables preestable­cidas por Dios para el crecimiento humano. El proceso de maduración por el que nacemos como bebés, nos convertimos en niños y luego nos encaminamos hacia la adultez no es un efecto de la cultura, sino que es arte del Gran Artista y por eso es tan valioso prestar atención minuciosa a estos procesos de cara a hacer discípulos de las nuevas generaciones con eficacia.

Lo que me sucedió mucho después de aquellos estudios es que, hace dos años, Dios me incomodó a volver estudiar estos temas. Digo “incomodó” intentando ser prudente con mis palabras, pero quizás debería decir “molestó”. Y es que estaba muy cómodo publicando todo tipo de libros y Biblias al liderar una de las editoriales más renombradas en el ámbito cristiano y también había comenzado una iniciativa para pastores que incluía un programa de televisión que tuvo una muy buena repercusión inmediata. Pero estaba incómodo luchando con una cada vez más pode­rosa sospecha de que Dios quería que mirara para otro lado; me sentía totalmente distraído respecto a lo que tenía que la mano. Y así fue que volví a estudiar.

Un artículo en Harvard Business Review, una nota de Time y luego algunos libros como «The Teenage Brain” (El cerebro adolescente), de Francés E. Jen- sen, y «Welcome to Your Child’s Brain” (Bienvenido al cerebro de tus hijos), de Sandra A. Amot y Sam Wang, y me llevaron a sumergirme en lo que estoy seguro que Dios quería que entendiera. Lo primero que “cafeinó” mis neuronas y emociones fue desayunarme que, en los últimos 10 años, gracias a la tecnología, ha habido más descubrimientos respecto al desarrollo neuronal y cómo funciona real­mente el cerebro que en los 20 siglos anteriores; y, a partir de allí, Dios hizo su proceso de ayudarme a replantear mi acercamiento al trabajo con nuevas generaciones y llevarme a ese desierto de preguntas que antes mencioné.

UN SIGLO DE MISIONEROS

No es ningún secreto que Hispanoamérica fue evangelizada en su mayo­ría por misioneros norteamericanos; y nuestra manera de hacer iglesia tiene mucho que ver con lo que ellos nos enseñaron. Yo tendría un póster en mi oficina de varios héroes de la fe que dejaron sus hogares y reco­rrieron andes, selvas, océanos y ríos para traernos el evangelio a quienes hablamos español, pero no podríamos ser tan ingenuos de creer que todo lo que nos enseñaron era correcto, o que sus liturgias y métodos eran la mejor estrategia. Y para complicar más el panorama, a esa herencia de ideas tenemos que sumarle que ya llevamos más de un siglo desde que se instalaron esos conceptos y aunque posiblemente eran pertinentes para cuando nacieron las primeras iglesias evangélicas, la vorágine de cambios culturales y generacionales de los últimos años han puesto en desuso muchas de esas premisas que quizás fueron acertadas cuando fueron instaladas.

Todavía hoy, en algunos círculos, se confía más en alguien que habla en inglés que en alguien que habla en español. Si lo dice o lo hace una iglesia gringa, parece tener más autoridad que si lo comienza a hacer una iglesia latinoamericana; aún se nota en la música, ya que luego de dos décadas de intentar adorar a Dios con nuestros ritmos, artistas e instrumentos, en la última década volvimos a mirar al mundo anglo como referencia de lo que Dios hace.

¿Se puede cambiar la cultura eclesiástica de un continente? Es difícil, pero no imposible ya que definitivamente Dios ya lo ha hecho cuando algunos de sus hijos detienen su inercia eclesiástica y comienzan a hacer las pre­guntas necesarias.

Extracto del libro Reforma Que Alcanza a Las Nuevas Generaciones

Por Lucas Leys

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