Aceptación

¿Somos capaces de aceptar a una persona cuando muestra fallas, debilidades, incoherencias, inmadurez e incluso pecado? El discipulado implica aceptar a los jóvenes no por lo que son, sino por lo que Dios es capaz de hacer en sus vidas. Hemos de aceptar y tener la capacidad de expresar amor y valoración a la persona que falla o no realiza aquellas cosas que esperábamos de ella. Aceptar es amar y apoyar a los demás por encima de sus pecados o sus fallas.

No significa que estemos de acuerdo con el pecado, sino que la persona sigue siendo valiosa y digna para nosotros, a pesar de ese pecado que abiertamente rechazamos. Cuando somos capaces de creer en el otro y transmitirle esa actitud, podemos ayudarlo a crecer sin más límite que su disposición a confiar en Dios y su deseo de estar disponible para él.

Respeto

Desde hace años, Félix le dirige a Dios la siguiente oración, referida su trabajo con los jóvenes: Señor ayúdame para que, a mi vez, yo pueda ayudar a mis discípulos a ser el tipo de personas que tú deseas que sean. Quita de mí cualquier actitud o motivación incorrecta que pueda ser un impedimento.

Hemos de ser muy sinceros y sensibles para no imponer a los jóvenes nuestros deseos o particularidades, nuestras propias metas o nuestro estilo de vida. Somos instrumentos, no artífices. Dios debe desarrollar su plan en las vidas de los jóvenes. No estamos diciendo que sea ilegítimo tener metas, deseos y aspiraciones con respecto a las personas con las que trabajamos; sin embargo, hemos de ser capaces de renunciar a ellas para que Dios haga su voluntad. No somos dueños de las vidas ni de las voluntades de los discípulos.

Persistencia

Nos referimos a la capacidad de continuar orando, amando, estimulando y ayudando aunque no veamos resultados, o cuando estos no sean aparentes en la vida de los jóvenes. El fruto lo recogen aquellos que persisten, los que saben esperar, los que les dan un margen de confianza y tiempo tanto a Dios como a los jóvenes. Las palabras de Pablo en Gálatas 6:9 resultan alentadoras en este sentido: No nos cansemos de hacer el bien, porque a su debido tiempo cosecharemos si no nos damos por vencidos. Por lo tanto, siempre que tengamos la oportunidad, hagamos bien a todos, y en especial a los de la familia de la fe.

Señalamos anteriormente que el proceso de maduración de los jóvenes requiere tiempo, años a veces, hasta que se empiezan a ver en sus vidas signos de que caminan con el Señor de una manera persistente. Tenemos la tendencia a olvidar el tiempo que otras personas, y Dios mismo, han invertido en nuestras vidas para que pudiéramos crecer. Un buen criterio sería concederles a los jóvenes, como mínimo, tantas oportunidades como Dios nos ha dado a nosotros. No olvidemos que Jesús invirtió tres años en la vida de sus discípulos.

Dedicación

Si deseamos ayudar a los jóvenes a llegar a la madurez espiritual, ellos deben constituir nuestra prioridad. Hemos de dedicarles tiempo, tanto de una manera formal como informal. Tiempo para enseñarles, demostrarles interés, escucharlos, comprenderlos, ayudarlos, orientarlos y todos las otras cosas que deseemos añadir. ¿Cuáles son las implicaciones prácticas que esto tendrá en nuestras agendas? Resulta evidente: nuestras prioridades han de estar marcadas por el objetivo que deseamos alcanzar.

El desafío que enfrenta el educador es el de invertir su vida en la vida de otras personas y no en actividades. A mayor dedicación, mayor influencia espiritual podremos ejercer sobre los jóvenes. Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar un sustituto a la dedicación. Los discípulos no se desarrollan por medio de cursillos acelerados de quince días.

Considera estos pensamientos:

¿Estás de acuerdo? ¿Reflejan la manera en que tú trabajas con los jóvenes?

Extracto del libro “Raíces”.

Por Félix Ortiz.

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