Hay una gran diferencia entre una mariposa de colección que admiras en un museo y la que verías en el mariposario del Museo Nacional de Costa Rica o en el Santuario de las Monarcas en Michoacán, México. Las dos tienen una belleza inigualable. Pero una está muerta y la otra está viva.
Esa es la diferencia entre una persona exitosa, que simplemente ha acumulado mucho dinero, y una persona que ha aprendido a ser próspera también en el área de su generosidad: la segunda tiene vida.
En la medida en que estableces tus valores para la vida, necesitas aprender a valorar profundamente la generosidad.
Una economía de mercado sin corazón se convierte en una jungla, en la que solamente el más fuerte sobrevive; o se convierte en un mar en el cual el pez más grande se come al chico. ¿Suena familiar la comparación? Si queremos llegar a la prosperidad integral, debemos empezar a valorar el amor y el compromiso hacia los demás expresados en actos de generosidad.

El famoso rey Salomón nos recomienda: «El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado». Esta no es una fórmula mágica proveniente de los profetas de la prosperidad.
¡Por supuesto que para prosperar necesitas hacer mucho más que simplemente dar dinero a otros! Pero un corazón generoso tiene lo que se necesita para ser feliz: sabe vivir desapegado de los bienes materiales y valora las cosas importantes de la vida.
Yo creo firmemente que una de las principales razones por las que Dios nos permite disfrutar de prosperidad es para poder compartirla.
Cualquiera que sea tu posición económica, creo que es importantísimo que aprendamos a compartir de nuestras bendiciones. Si no lo hacemos, morimos un poco como personas. Hemos sido diseñados para compartir lo poco o lo mucho que tengamos; las alegrías y las tristezas. El egoísmo o la avaricia no nos caen muy bien al espíritu.

Esa es una de las razones, por ejemplo, por las que el Mar Muerto (en Medio Oriente) está, literalmente, muerto. El Mar Muerto se encuentra a 398 metros debajo del nivel del mar y el río Jordán entrega a este mar más de 6 millones de metros cúbicos de agua por día. Sin embargo, el Mar Muerto tiene un problema: solamente recibe agua, nunca la da. El agua, entonces, se estanca y, con la evaporación que produce el sol del desierto, la concentración de sal aumenta.
La concentración normal de sal en el océano es del dos al tres por ciento, mientras que la concentración de sal en el Mar Muerto es del 24 al 26%, además del magnesio y el calcio. No hay vida que aguante ese potaje químico.
El Mar Muerto, con sus 1.000 kilómetros cuadrados de superficie, es grande, rico en minerales, y probablemente, el mar más conocido del mundo. Sin embargo, ha perdido la vida. Está vacío en su interior. La experiencia del Mar Muerto nos enseña, entonces, que el dar, luego de recibir, es un proceso vital para permitir mantener la frescura de nuestro corazón.

La generosidad demuestra madurez.

No hay ser más egoísta en el mundo que un bebé recién nacido. Uno lo mira tan bonito en el hospital cuando está recién nacido… Sin embargo, ni bien llega a la casa, ¡se convierte en un dictador!
Ese pequeño y maravilloso monstruo te dirá a qué hora te vas a levantar, a qué hora te vas a dormir,¡si es que te va a dejar dormir!, cuándo vas a comer, qué vas a comer… y si no le gusta lo que le diste de comer, ¡te lo escupe en la cara!

Gracias a Dios, a medida que pasa el tiempo, ese bebé crece. Y en la medida en que crece, uno le puede ir enseñando a compartir: —Comparte tu juguete con tu primito —le dice la mamá.
—Jueguen juntos a la pelota —dice el papá…
Y así, con el correr de los años, este niño o niña va aprendiendo el arte de compartir y de dar. Hasta que un día se casa. Cuando te casas, algo muy raro te pasa. Lo primero, es que comienzas a tener tus propios dictadores en miniatura.
Lo segundo, es que llegas a una etapa en tu vida en la que ahora que lo piensas bien, estarías dispuesto a dar tu propia vida por la de tus hijos.
Esa es una señal de madurez. El día en el que tú llegas a un punto en el que estás dispuesto a dar hasta tu propia vida por otros, es el puente en tu vida en el que has dejado las cosas de niño y has entrado en la edad de madurez emocional. El darse a sí mismo por una causa, por Dios, por los demás, es una demostración externa de que algo ha cambiado profundamente en nuestra vida interna.
¿Dónde te encuentras tú en ese camino? ¿Todavía estás esperando el sustento diario de tus padres? ¿Todavía sientes que el mundo da vueltas alrededor tuyo?… ¿O ya sientes que te quieres dar por una causa, que puedes dar algo de ti a Dios y a los demás?
Piénsalo.

La generosidad no requiere dinero, requiere carácter.

En primer lugar, debemos aprender a dar con la actitud apropiada. En su famoso poema sobre la naturaleza del amor, el conocido Pablo de Tarso dice una profunda verdad: el dar, si no es por amor, de nada sirve. Puedo darlo todo, puedo repartir todo lo que tengo entre los pobres del mundo, puedo entregar incluso mi cuerpo en martirio por una noble causa. Pero si no lo hago por amor, de nada me sirve.
Aquí no estamos hablando de religión o de religiosidad. Los religiosos también son unos farsantes si no ponen su corazón en sus ofrendas, a pesar de dar ciertas cantidades específicas de dinero en forma meticulosa. Los fariseos habían sido cuidadosos en dar la cantidad correcta, fueron fuertemente reprendidos por su actitud.

En segundo lugar, y esto es una creencia profundamente personal, debemos dar primeramente a Dios. El sabio Salomón nuevamente nos dice en sus famosos proverbios que debemos honrar a Dios con la décima parte de todas nuestras entradas y darle a él lo primero de todo el fruto de nuestro trabajo.
Si solamente das a una iglesia, parroquia, mezquita o sinagoga, eso solo es caridad. Pero darle a Dios es un acto de adoración y humillación delante de él. Es una excelente actitud personal que nos permite tener el encare apropiado en la vida.

En tercer lugar, debemos compartir con otros con alegría, no porque nos sentimos culpables o presionados al hacerlo, sino porque amamos a Dios y al prójimo. Cada vez que voy a un servicio religioso y veo la cara de las personas cuando pasan el plato de la ofrenda, no veo la imagen de personas en una fiesta, sino la imagen de un paciente en la silla del dentista esperando una dolorosa extracción.

En cuarto lugar, debemos, de vez en cuando, estar dispuestos al sacrificio por amor a otros. Yo no creo que uno siempre tenga que dar sacrificialmente. Pero hay momentos en la vida en las que se requiere de un sacrificio personal, de decir «no» a ciertas cosas para poder ayudar a otros. Mis héroes son los cristianos griegos del primer siglo que vivían en una provincia llamada Macedonia (no confundir con el país actual del mismo nombre).
Los macedonios, a pesar de estar en una terrible situación económica, en pruebas difíciles y en extrema pobreza, aun así le pidieron a San Pablo que les diera el privilegio de compartir de lo poco que tenían para los pobres de Jerusalén. Se entregaron ellos mismos primero a Dios, y luego a su prójimo, a pesar de sus circunstancias. Eso es tener carácter.

Mi buen amigo Brian Kluth cuenta que conoció a una pareja de trabajadores religiosos africanos que vivían en una aldea del interior del país y sostenían a sus seis hijos con un salario de solamente diez dólares al mes. El misionero le dijo que una de sus grandes preocupaciones era que los niños de su aldea se estaban quedando ciegos por no tener un medicamento que costaba apenas cincuenta centavos por niño. Él empezó a pedirle a Dios que le enviara una persona rica que pudiera venir al pueblo y ayudar con dinero para comprar la medicina.
El tiempo pasó y el hombre rico nunca llegó. Finalmente, un día el amigo de mi amigo se dio cuenta de que en vez de pedirle a Dios que mandara una persona rica para resolver la situación, él podía tomar cincuenta centavos cada mes y ayudar, por lo menos, a un niño. Cuando Brian volvió a esa aldea siete años después, el misionero le contó que todavía sobrevivían bien con sus U$9,50 por mes… ¡y que habían podido salvarle la vista a ochenta y cuatro niños!
Uno no necesita tener grandes cantidades de dinero para poder ayudar a otros.
Uno simplemente tiene que tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto para poder ser un elemento de cambio en el lugar en el que le ha tocado vivir.
La generosidad es un reflejo de nuestro ser interior.
Había una vez un mendigo que estaba pidiendo dinero al lado del camino cuando pasó a su lado un famoso general romano llamado Marcos Augusto. El general lo miró y, con un gesto bondadoso, le dio unas cuantas monedas de oro.
Uno de los sirvientes del gran militar, sorprendido por su generosidad le dijo en tono muy respetuoso: —Mi excelentísimo Marcos Augusto, algunas monedas de cobre podrían haber satisfecho la necesidad de este mendigo. ¿Por qué darle oro?
El gran líder miró a su paje con una sonrisa a flor de piel y le contestó sabiamente: —Algunas monedas de cobre podrían haber satisfecho la necesidad del mendigo; pero las monedas de oro satisfacen la generosidad de tu amado general.
Aprendamos a dar en un nivel económico que no solamente satisfaga las necesidades físicas de los demás, sino que, por sobre todo, satisfaga la generosidad y la integridad de nuestro corazón.

¿Por qué crees que a mucha gente en nuestro continente le cuesta compartir lo que tiene?

Extracto del libro «Una Esperanza y Un Futuro»

Por Andrés Panasiuk

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