Continuemos.

Enamorada de Jesús.

Mientras tanto Griselda estaba hablando emocionadamente con un grupo de amigas sobre lo que había pasado en el gimnasio del colegio el viernes a la noche. Ella era suplente del equipo de voley. En ese momento me di cuenta que Celeste estaba parada aparte en un rincón, alejada de las demás. Ella quería aparentar que estaba sacando algo de su armario, pero en realidad quería que la incluyeran en la conversación. No pasó mucho tiempo cuando Griselda hizo un esfuerzo para que ella también pudiera unirse al grupo:

-“Cele, no te vi el viernes a la noche en el gimnasio, ¿Dónde estuviste?”.

-“Yo, esteem… no tenía como viajar”, dijo ella tartamudean­do.

-“Yo siempre voy con el coche de mi hermano, que me trae y después me lleva de vuelta. Si vos querés venir, nosotros te podemos pasar a buscar y después te llevamos”.

Celeste era una chica solitaria. Estaba impresionada de que Griselda fuera tan voluntariosa y diligente para poder ayudarla a superar su soledad. Así era Griselda, ella resplandecía en la oscuridad. Más de una vez la vi compartir su gozo con una persona triste o una nueva estudiante. Ella literalmente llevaba su cristianismo a través de su felicidad. Pero no era una felicidad ficticia, era real y gemina. Su caminar con Cristo era tan profundo que desparramaba gozo y alegría entre sus compañeros de clase.

Hablando Alto.

El timbre sonó, en ese momento dirigí la atención hacia mi aula de clases. Caminé por el pasillo y pude escuchar algunas cosas al pasar. Ahí estaba Laura, la que caminaba arrastrando los pies, siempre hacía bromas, iniciando la carcajada de la clase. También pude oír a Pamela contestándole a alguien que le pedía las respuestas del trabajo de Historia (era inusual que alguien le preguntara algo a Pamela, desde el momento en que sus respuestas eran casi siempre incorrectas, pero siempre algún desesperado se podía olvidar de ese detalle, como en este caso): “¿Hiciste el trabajo de Historia?”, le había pregunta­do Esteban.

-“Sí”, contestó Pamela.

-“Déjame ver las respuestas”.

-“No Esteban, vos tenés que dar tus propias respuestas”.

-“Dale Pamela, el profe va a pedir las hojas en un momento, déjame ver”. Ella, con voz alta y firme, dijo:- “No Esteban, no acostumbro a copiarme, ni dejar que se copien de mí. Estoy dispuesta a ayudarte en la materia sino la entendés, pero no a dejar que te copies”.

Obviamente recogí los trabajos antes de que Esteban tuviera la oportunidad de copiarse o pedir ayuda a otro compañero, y cuando recogí la hoja de Pamela, le guiñé un ojo. Ella no era la chica más popular en su clase, ni siquiera en la escuela, pero ella tenía su propio círculo de amigos, y la gente la respetaba por sus creencias. Pamela nunca se destacó en las clases, ni tampoco la nominaron reina de algo, pero ella siempre tenía una sonrisa para todos los que estaban a su alrededor. Casi siempre fracasaba en la mayoría de las pruebas, era lenta en su aprendizaje y a veces estaba charlando cuando debía estar prestando atención, pero a pesar de todo eso había algo especial en ella. Su personalidad exhibía una fuerte relación con Jesús, y esto era obvio para los demás estudian­tes.

En las escuelas de hoy la frase: “todo el mundo lo hace” es el común denominador, pero el asunto es que Pamela es la excepción a este proverbio.

Tomado de la Revista Nivel 17

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