Si decimos que la oración es un diálogo, quiere decir que Dios también nos habla a nosotros. Cuando Dios habla, no hay nada más inteligente que escuchar seriamente lo que dice.

Dios nos habla de diversas maneras. Lo hace en su Palabra (2 Pedro 1.20-21), por su Espíritu (1 Corintios 2.10-14 ), por las circunstancias (Proverbios 1.20-21), por consejos de otras personas (Proverbios 11.14) y hasta por medio de la naturaleza (Salmo 19.1-4). Para escuchar a Dios necesitamos detenernos y dedicar tiempo.

En eso consiste la meditación. No se trata de estar Hummmm con las piernas cruzadas y flotando a dos centímetros del suelo. Muchos evangélicos escuchan hablar de meditación y creen que es una práctica ocultista o la confunden con la llamada ‘meditación trascendental’. Lo cierto es que no hay meditación más trascendente e importante que la nuestra, pero es muy diferente. La meditación del budismo y la que promueve la nueva era sugieren que debemos ‘vaciarnos’. La meditación cristiana es todo lo contrario. Nuestra meta es llenarnos de los pensamientos de Dios. Meditar es dejar que Dios hable. Y el retiro para orar son unas vacaciones con tu mejor amigo.

A veces es difícil detenernos a pensar. Vivimos en un mundo tan atareado, lleno de actividades y de ruido, que nos acostumbramos a estar siempre en movimiento y con la atención puesta en algo nuevo. Dicen los psicólogos y psiquiatras que cada día los niños tienen más desórdenes de concentración, alimentados por el ritmo de los medios masivos de comunicación.

No nos dejemos llevar por la corriente.

Este problema no es nuevo. Jesús tuvo que separarse varias veces para pasar tiempo con su Padre. Algunos llaman a esto ‘retiro’, que no es más ni menos que tomar un poco de distancia, retirarse de aquello que (o de quien) normal­mente nos distrae, y meditar en Dios y en lo que él piensa respecto a lo que nos sucede o debemos hacer.

Cuando trabajaba con Juan Carlos Ortiz —un hombre a quien Dios ha usado con mucho poder- observé cómo separaba los lunes para ir a un arroyo a unos quince minutos de su casa. Cada semana llegaba en auto hasta el parque y luego caminaba por una ladera hasta encontrar un arroyo en medio de árboles y rocas. Tenía ‘su’ roca, donde apoyaba un almohadón y allí se quedaba quieto por un largo rato. En varias oportunidades fui a compartir ese tiempo con él. Juan Carlos no hablaba. En el silencio, hasta el fluir del agua parecía un estruendo. Sólo algún pájaro curioso o algún ruido lejano interrumpían la increíble quietud de la escena.

Ambos quedábamos sumidos en nuestros pensamientos, y muy pronto el Espíritu nos llevaba a los pensamientos de Dios. Uno de los indicios de que eso estaba ocurriendo era que, después del prolongado silencio, empezaban a escucharse preguntas que salían de los labios de Juan Carlos. Aunque yo prefería no expresarlas en voz alta, también había preguntas en mi corazón. Cada pregunta era seguida de una nueva zambu­llida en la meditación, y así pasábamos unas buenas horas. Así descubríamos el verdadero significado de cosas que en algún momento habían entrado por nuestras orejas.

Yo uso algunos ejercicios prácticos para empezar a meditar. Por ejemplo, me detengo en algún atributo de Dios; digamos: fidelidad. Repaso lo qué sé de la fidelidad de Dios.

¿Es algo que repito sólo en las canciones o tengo alguna experiencia personal de ella?Pienso en mi vida y trato de encontrar en qué ocasiones pude experimentar la fidelidad de Dios.

De cada retiro de meditación salgo renovado y con mucha energía para seguir creciendo en mi fe. También salgo con sensaciones o silencios que significan más que mil palabras. Algo muy parti­cular que me ocurre en la meditación es que me vienen sueños o ideas para bendecir a otras personas o servir a la iglesia. Tengo mucho para anotar cuando medito. Si no lo hago, podría perder para siempre los pensamientos novedosos que vinieran. Cuando medites, es importante que escribas tus sueños e ideas.

Recuerdo una de las primeras veces que me detuve con un amigo a meditar, aun sin saber que se trataba de eso. Teníamos un problema en una actividad y, mientras conversábamos acerca del conflicto —que nos parecía enorme—, ambos nos acostamos en el césped. Mientras hablábamos en esa posición, nuestra mirada se detuvo en el cielo y a eso le siguió un prolongado silencio. Uno de los dos dijo:

¿Estás mirando el cielo? Sí.

¿Te das cuenta que no tiene fin? Ahhh.

Nuestra mirada se clavó en el infinito y el Espíritu nos llevó a pensar en el tamaño de Dios. Ambos empezamos a reírnos. ¡No tiene fin! ¡El cielo no tiene fin! ¡Y Dios es todavía más grande!

Obviamente, apenas elevamos nuestros pensamientos para considerar la dimensión de Dios, nuestro problema se redujo al tamaño de mi caspa.

Hoy en día muy pocos practican la meditación, sin embargo, si queremos sobrevivir a nuestras tendencias dinosauriles, debemos separar tiempo para escuchar a Dios. Es una aventura rara en esta época, pero vale la pena.

Extracto de «No seas Dinosaurio» por Lucas Leys


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