A veces como líderes queremos dar una imagen de santidad. Cuando eso sucede, es como si se nos olvi­dara de dónde nos ha rescatado el Señor. Un joven que no se identifique con el líder al cual ha acudido para contarle por lo que ha pasado y para que lo aconseje se sentirá desechado. Pensará que ese líder es un «santo» y no dispondrá su corazón. Cuando esto sucede, estoy segura que se pierde la oportunidad no solo de ayudar a la persona sino de que se mantenga en los caminos de Dios. Y todo por no encontrar líderes aptos y dispuestos para aconsejarle.

Ahora bien, no quiero decir con esto que debemos res­tarle atención al pecado, simplemente que nos demos cuenta que la fragilidad de los jóvenes es enorme, que necesitan nuestra ayuda a través del amor, la confianza y mucha paciencia. Recuerda que ellos nos prueban todo el tiempo, y quizá más como mujer.

Me sorprendo cuando veo el efecto que ha tenido un consejo o una palabra de mi parte hacia los muchachos. Constantemente observan y captan lo que puedes decir, así sea a la ligera. A esa edad son muy sensibles a captar cualquier información que les llegue, más cuando son interminables los medios y los mensajes. En ese sentido, debemos entender que buscan con des­esperación la verdad dicha por personas que los entien­dan y los escuchen, que sepan de lo que están hablando y, por supuesto, que no sean sus papás.

He visto muchos liderazgos de diferentes iglesias donde por desgracia no se ha levantado ningún varón que asuma el reto de sacar adelante el ministerio de jó­venes. Sin embargo, si existe una mujer valiente, apro­bada, que ame profundamente esa obra y que tenga ese llamado en su vida, no veo por qué no puede ejercer ese liderazgo para que sea todo un éxito.

Hay un pasaje fascinante que ejemplifica una mujer muy valiente, una que ni por nombre es reconocida en la Biblia, pero que se levantó para hacer algo que salvó a toda su ciudad. Para hacer de esta larga historia una corta, déjeme contarle que el ejército de Israel buscaba a un hombre que era enemigo de David, Sabá. Ellos destruyeron cada ciudad donde no lo encontraron. Cuando llegaron a Abel Betmacá, la sitiaron y constru­yeron una rampa contra la fortificación para atacarla. Cuando los soldados comenzaron a derribar la muralla, una astuta mujer les gritó: «¡Escúchenme! ¡Escú­chenme! Díganle a Joab que venga acá para que yo pueda hablar con él» (2 Samuel 20:16).

Desde ahí ya me cayó bien esta mujer. No dice si era soltera o casada, simplemente que era una mujer.

Luego dice: tráiganme al mero mero, al duro, al caci­que de todos.

No quiso hablar con nadie más; eso se llama valentía. Sabía que tenía algo que decir y hacer, y a quién decírselo. Finalmente, Joab llegó y ella comenzó a decirle que su ciudad era pacífica y fiel a Israel, y le preguntó que cuál era la razón para destruir la heredad del Señor. Entonces Joab le explicó que de ninguna manera quería hacer eso, que solo buscaba a Sabá para matarlo. Que en cuánto lo atraparan, se retirarían de allí.

Esta mujer consiguió algo muy difícil de lograr: la co­municación con el líder. Se pusieron entonces de acuerdo, pero bajo los términos de ella.

Después de esto, afirmó: «Muy bien … Desde la mu­ralla arrojaremos su cabeza. Y fue tal la astucia con que la mujer habló con todo el pueblo, que le cortaron la cabeza a Sabá hijo de Bicrí y se la arrojaron a Joab. Entonces Joab hizo tocar la trompeta, y todos los solda­dos se retiraron de la ciudad y regresaron a sus casas» (vv. 21-22).

Pues bien, no solo esta mujer convenció a Joab sino a todo un pueblo. ¡Vaya, qué mujer! Salvó a toda la ciu­dad por su astucia y valentía. Por lo tanto, cuando Dios quiere que hagas algo, lo hará así como lo hizo con esta mujer, y sin importar la confrontación, rechazo, crítica o descalificación que puedas experimentar. Recuerda que el Señor quita los obstáculos cuando hacemos las cosas por y para él.

Para terminar, te diré que entre mi esposo y yo lleva­mos un balance increíble, porque ambos somos muy diferentes en nuestra manera de ejercer el liderazgo.

Ahora bien, precisamente por tener esas diferencias es que nos equilibramos a la perfección. Sin embargo, como cabeza, él me apoya por completo y sabe que soy capaz de ejercer un liderazgo efectivo. Por mi parte, amo poder someterme a Dios y a mi esposo. Esto me da la seguridad de levantarme en el poder que me dio el Señor para enseñar a otros sin reservas. Así que pienso que, como dice la Escritura en Gálatas 3:28: «Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hom­bre ni mujer; sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús».

Extracto del libro «Consejos desde el Frente»

Por Gloria Vázquez


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