Como la hija menor, llegué a la familia con el valor de que fuimos “bendecidos para bendecir” bien inculcado. Me acuerdo conversaciones alrededor de la mesa sobre cómo podíamos ayudar a nuestro prójimo. Recuerdo que los domingos, antes de ir a dormir, nos reuníamos en la sala para agendar la semana que teníamos por delante. Después de coordinar todas las actividades, uno por uno contábamos cómo íbamos a bendecir a alguien específico al siguiente día. Lo llamábamos “nuestra misión”. “Alexa, ¿cuál es tu misión para mañana?”, me preguntaban, y yo tenía que pensar en alguien a quien podría ayudar durante el día siguiente: saludar a alguien que no tenía amigos, jugar en el recreo con alguien que estaba solo, ofrecerme a hacer alguna tarea en el aula, etc. Tenía que ser algo más allá de comportamiento apropiado o esperado, más allá de sólo buenos modales.

Estos hábitos me enseñaron muchas cosas. Hay personas que piensan que sólo puedes servir a los que sufren pobreza, o luchan en un país con problemas políticos, pero supe desde niña que esto no es verdad. No tienes que viajar a otro país o ir a un barrio más pobre que el tuyo para poder servir a alguien. Hay personas en necesidad por todas partes. Hay personas que sufren interiormente y que necesitan de ti en tu propio barrio. Hay amigos y familiares que pueden ser bendecidos sólo porque estás dispuesto a pasar tiempo con ellos, diciéndoles un cumplido, estudiando juntos, lavando los platos, ayudando a limpiar su cuarto, ¡o simplemente brindándoles una sonrisa! Aún hoy me sorprende las cosas tan simples que pueden cambiar el día a otra persona. ¿Qué nos cuesta una sonrisa? Como dice la Madre Teresa: “No todos podemos hacer cosas grandes, pero sí podemos hacer cosas pequeñas con gran amor”.

Cuando tenía 14 años, tuve que mudarme de Ecuador a Estados Unidos e ir durante un semestre a una secundaria pública enorme. Durante esos meses parecía que a ninguno de los estudiantes de ese colegio le importaba los que les rodeaba, sólo se enfocaban en ellos mismos y quizás en uno o dos amigos… Ese semestre sentí una profunda soledad y tristeza. Como nadie me hablaba, realmente ni me veían, sentí que yo era invisible. Entré en un tiempo de depresión y ansiedad que duró todo un año. Esa experiencia me hizo pensar mucho. ¿Soy así con los que me rodean?… Pasando este momento tan feo en mi vida decidí ser proactiva en buscar conocer a los nuevos y respetar a los que son diferentes a mí. Decidí ser una persona bondadosa, abierta, amigable y de confianza. Esto no viene naturalmente. Me es difícil. Soy introvertida y solo la idea de ser responsable de empezar una conversación con alguien que no conozco, me incomoda. Pero nunca jamás me voy a olvidar lo terrible que me sentí cuando pasé ese semestre como “la invisible”.

Hay personas por todo el mundo que pueden vivir sin darse cuenta de cuánta necesidad realmente hay en este mundo, ni la importancia de lo que significa servir a otro. Me siento afortunada de no ser una de esas personas. Mis padres, como misioneros, me dieron el privilegio de involucrarme en sus ministerios aun cuando yo era muy pequeña…

Me siento privilegiada por haber estado expuesta a la pobreza extrema desde chiquita… Para muchos es difícil poder imaginar la pobreza, o entender las luchas que se enfrentan diariamente en la pobreza si nunca la han visto y si su propia comunidad es muy desarrollada y rica… parece que la pobreza incomoda, entonces agachan la cabeza, viven en otro mundo y pretenden que no existe. Proteger a mi generación de esta realidad sólo empeora las cosas para este mundo… Recién cumplí 18 años y reconozco que soy inmadura en muchas áreas de mi vida; sin embargo, con respecto a conocer la pobreza y a entender que Dios nos impulsa a hacer algo por los pobres, siento que tengo más madurez que muchos de mis compañeros.

Cuando pude visitar algunos de los ministerios de mis padres, pude ver cuánta pobreza hay en este mundo. Algunas familias sólo cuentan con las cosas básicas como comida, ropa, agua, y casi nada más. De todos modos, estas familias confían en Dios y es notable que ¡aman a Dios! Viven una vida de fe y son agradecidos. Esto me dio la oportunidad de ver lo afortunada que soy con todo lo que tengo a mi disposición. No puedo dar por sentado que siempre tendré agua, comida, luz, educación. El hecho de que nunca haya tenido que sufrir la falta de estas cosas es un privilegio muy grande y yo solía no tomarme el tiempo para ser agradecida por estas cosas. Me enfurecí conmigo misma al ver que tenía todo lo que necesito, y aún mucho más, y que hay familias que apenas están sobreviviendo ¡y son más agradecidas que yo! Es aquí cuando me di cuenta de que las familias que tienen mucho dinero, tienen que administrarlo, cuidarlo, hacer que aumente y al final, el foco de sus vidas está en el dinero. No dependen de nadie. No tienen por qué depender de Dios. La Biblia enseña que Dios está con los pobres y es obvio, pues se siente su presencia en medio de ellos. Jesús dice en Mateo 19:24: “Le es más fácil a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar al reino de Dios”. Esto me asusta. Yo quiero ser agradecida como las familias pobres que conozco, y quiero ser fiel en ser generosa.

Me gustaría poder decir que el servir a los más necesitados al inicio es difícil, pero poco a poco se vuelve fácil. La verdad es que siempre es incómodo. Yo primero quiero acomodarme a mí, quiero proteger mis emociones, mi tiempo libre, ¡quiero hacer lo que yo quiera! Mi familia y yo nos incomodamos cada vez que vamos a servir. Creo que es algo que va contra nuestra naturaleza. Mi papá siempre confiesa que le es más fácil organizar todo un evento para servir, que ir personalmente al basurero y sufrir con los que están sufriendo, llorar con los que están llorando. Eso es verdad para todos nosotros. Es más fácil fingir que no existe este sufrimiento. Servir a otros requiere que resistamos esa tentación y seamos proactivos en dar de nosotros, en lo pequeño y en lo grande. Leyendo lo que Jesús dice en cuanto a nuestra responsabilidad con los necesitados, no podemos agachar la cabeza y fingir que no existe. Igual es incómodo, aún si llevas años sirviendo. Pero es obedecer a Jesús.

Servir a otros implica tomar riesgos. Te puedes sentir torpe e inadecuado cuando quieres ayudar y no estás completamente seguro de cómo ayudar. ¿Comida, ropa? ¿Si les ofrezco algo, se van a ofender? ¿Y de qué vamos a hablar? ¿Y si intento un juego y no se involucran? ¿Cómo les puedo mostrar que me importan? ¿Cómo puedo mostrarles que Dios los ama? ¿Cómo pueden ellos confiar en nosotros si siempre hay gente que va a verlos una o dos veces y luego que nunca vuelve?

Estar involucrada en los ministerios de mis padres hizo que mi fe fuera más fuerte porque pude ver y escuchar historias increíbles de Dios transformando vidas. Pude conocer personas que tenían muy pocas cosas, pero que tenían mucha fe y nunca sintieron vergüenza de amar o adorar a Dios…

Creo que de todas las cosas que aprendí sirviendo a lado de mis padres, esta es la lección más grande. Admirar al “gran mandamiento” es una cosa, vivirla es otra. Me enseña a morir a mí misma, a mi orgullo, a mi ego, a mis temores y a abrirme a ser vulnerable. Me da miedo aún compartir esto, porque fallo muchas veces, pero poco a poco voy aprendiendo y dando más de mí. Fui bendecida para bendecir.

Extracto del libro “Trabajemos en Familia”

Por Alexa Brown Shannon

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí