Ocurrió inesperadamente, como suele pasar. Me dijo con indecisión que necesitaba hablar conmigo de algo. Me dijo que se trataba de la escuela, que estaba en problemas. Era obvio que estaba muy preocupada por lo que tenía que decirme. Mi corazón ya estaba latiendo a prisa inclusive cuando estaba introduciendo el tema. ¿Qué ha hecho? ¿Qué tan serio era? ¿Desde cuando había estado pasando? ¿Qué era lo que estaba a punto de escuchar? La invite a sentarse conmigo para platicar.

Con la cabeza inclinada como un intento de evitar el contacto visual, me entregó una hoja de papel arrugada. Me dijo, “Me descubrieron en la clase de Inglés dándole esta nota a Samanta”. “El maestro se enojó mucho cuando la leyó y nos envió de inmediato a la oficina de la señora Long, la directora de la escuela. La Sra. Long me dijo que tenía que enseñarte la nota hoy, luego quería verte mañana. Luego decidirá qué hará con nosotras”. No había leído la nota, pero mi mente de nuevo ya se había adelantado al tomarla entre mis manos. Se trataba de mi bebé. Nunca antes había estado en problemas. Nunca se había comportado faltando el respeto a la autoridad. Sentí que se hacía añicos mi mundo idílico y mi perspectiva idealizada de mi hija.

Desarrugué el papel y comencé a leer su contenido. Era descaradamente ofensivo. Era irrespetuoso de la autoridad. Usaba lenguaje que no podía creer que estuviera en la mente de mi pequeña; mucho menos que estuviera circulando en el salón de una escuela cristiana. Me sentí ruborizado con una combinación volátil de enojo, dolor y vergüenza.

Me sentía enojado de que ella se atreviera a ser tan descaradamente rebelde e insensible. Le habíamos enseñado fielmente en la verdad. ¿Estar era la manera como nos iba a pagar? ¿Cómo se había atrevido? Al mismo tiempo sentía dolor. Acababa de morir de pronto un mundo sencillo, dulce y sin complicaciones. Todo había acabado. Ya no era la niña inocente pequeña subiéndose a las piernas de papá suplicando que le lean un cuento. Ya no era la niña juguetona que se alejaba gritando al tratar de escapar por el pasillo de las cosquillas que le hacía papá. Deseaba de nuevo ese mundo. Deseaba tener el poder para regresar el reloj. No quería tener que educar a la persona que había escrito la nota. Quería que regresara mi pequeña.

No obstante, había una tercera cosa que sentía: vergüenza. Era muy conocido en la comunidad cristiana. Era pastor, maestro de seminario y consejero. Daba conferencias acerca de la familia cristiana y la educación de los hijos. ¿Qué pensaría la gente de mi ahora? ¡Qué experto! ¡Qué ejemplo! Estaba lleno de autocompasión. Me preguntaba qué había pensado la administración de la escuela cuando recibieron la nota. Me preguntaba qué habían pensado de mí.

Leía y releía la nota mientras ella estaba sentada allí. No podía llegar a creer que ella la había escrito. Le pregunté de nuevo si realmente ella la había escrito. Creo que tenía la esperanza que me dijera que no lo había hecho y que estaba encubriendo a alguien más. Pero sí la había escrito. Sus palabras habían venido de su mente y fueron escritas por su pluma. Había escrito exactamente lo que deseaba decirle a su amiga. No había alguna confusión.

También me preguntaba si esto era la punta del iceberg. ¿En qué otras cosas estaba ella “metida” que yo no sabía? ¿Qué lenguaje usaba con sus amigas que ni se le ocurriría usar en la casa? ¿Con quién estaba andando en la escuela? ¿Qué tan malo era su grupo? ¿A dónde había ido? ¿Qué más había hecho que pronto nos enteraríamos que vendría a destrozar aun más la imagen de la niña que teníamos en nuestros corazones? Me sentí en un conflicto. Quería saberlo todo, no obstante tenía miedo de preguntar por temor a lo que podría escuchar.

No se cuantos minutos pasaron, pero mis pensamientos fueron interrumpidos cuando me dijo, “Papá ¿Te vas a sentar allí nada más mirando la nota? ¿No vas a decir algo?” Dije con emoción, “Ahora mismo no se qué decir”. Continué preguntándole si había algo más que debería saber.

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