Los jóvenes de nuestras iglesias se dan cuenta de que los valores que profesamos creer como comunidad no necesariamente se viven en la realidad práctica y cotidiana. Tal vez hablamos de reconciliación y, sin embargo, hay familias en la congregación que viven en abierta pugna y enfrentamiento. Leemos pasajes que hablan acerca del amor, la comunión y la fraternidad mientras es posible que la indiferencia hacia las necesidades de otros resulten evidentes y claras. Sin duda la evangelización y el amor a los perdidos están presentes en nuestro credo, incluso en nuestra declaración de propósito como iglesia, pero tal vez no evangelizamos ni tenemos ningún programa de ayuda a los más necesitados y desheredados de la sociedad.

¿Cómo pensamos que debe sentirse un joven que se da cuenta de esa realidad? ¿Qué reacciones internas provocará todo ello en su, tal vez, todavía inexistente o naciente fe? Félix recuerda una conversación con el padre de un adolescente que formaba parte de su ministerio. Ese padre se preocupaba por la aparente indiferencia espiritual de su hijo. Félix le señaló que esa indiferencia, en opinión de su hijo, era producto de las contradicciones que observaba en la vida de la comunidad. Por toda respuesta, el padre afirmó: «Siempre ha habido hipócritas en la iglesia. Nuestros hijos han de aprender a mirar al Señor y no a los hombres».

La respuesta incluso parece tener coherencia. No obstante, ¿no existe una cierta falacia en tal actitud? ¿No debería preocuparnos el hecho de que nuestras conductas y actitudes demasiado a menudo impidan que los jóvenes puedan ver a Dios? Somos plenamente conscientes de que nuestras exégesis no son excesivamente precisas, pero, en ocasiones nos preguntamos si los versículos en los que Jesús enfatiza que dejemos que los niños se acerquen a él y que no se lo impidamos no se aplican a esta situación de la que venimos hablando. Realmente la iglesia ha de llevar a cabo una seria autocrítica a fin de discernir hasta qué punto el estilo de cristianismo que vivimos en nuestras comunidades plantea al joven unas contradicciones que en nada lo ayudan a desarrollar una fe madura y que ni siquiera lo impulsan a querer continuar en la fe.

En línea con esto, el joven no solo encuentra contradicciones entre los valores que la iglesia predica y vive, sino que sucede lo mismo dentro de su propia familia. No resulta extraño que la unidad familiar proclame creer en los valores que emanan de la palabra de Dios, pero que después, en la realidad del día a día, esos valores estén ausentes o incluso se viva según valores que están en abierta oposición con los que teóricamente proclama y defiende.

Puestos en este contexto, hemos de pensar en el impacto que este descubrimiento de contradicciones entre la teoría y la práctica debe producir sobre la religiosidad de los jóvenes de nuestras congregaciones. ¿Cuántos se habrán apartado de la fe por esta causa? ¿Cuántos estarán retrasando un compromiso más firme con Dios debido a ello? No podemos cerrar los ojos a esta realidad; por el contrario, hemos de hacer un esfuerzo para que la vieja excusa de la hipocresía nunca más pueda ser invocada como razón para apartarse del Señor.

Extracto del libro «Raíces».

Por Félix Ortiz.

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