Como mencionamos anteriormente, si alguien no reúne los requisitos espirituales, aunque cuente con el 100% de los demás componentes, no ha desarrollado un liderazgo espiritual sino natural. Sin líderes espirituales no podemos llevar adelante una tarea espiritual. Se pueden resumir los requisitos espirituales de un modo simple y sencillo: hace falta ser lleno del Espíritu Santo.

Un ejemplo de la manera en que Dios enfrentó el problema de un liderazgo que no reunía los requisitos espirituales fue el caso del rey Saúl. Mientras este rey actuó de una manera espiritual, llevó adelante en buena forma su tarea. Cuando dejó de hacerlo, el Señor colocó un reemplazo en su lugar. El profeta Samuel le dijo al rey Saúl: Pero ahora te digo que tu reino no permanecerá. El Señor ya está buscando un hombre más de su agrado, pues tú no has cumplido su mandato (1 Samuel 13:14).

Dios busca hombres espirituales para hacer una tarea que es espiritual. Los programas tienen un lugar importante en la vida de la iglesia, pero esa influencia positiva que produce resultados duraderos a largo plazo solo se ejerce a través de relaciones significativas y de líderes espirituales.

Intimidad con Dios.

Jesús, por sobre todo, era un líder espiritual. Sus pensamientos, palabras y acciones reflejaban una íntima relación con su Padre. Los evangelios muestran que el cultivó el hábito de apartarse para estar a solas con su Padre, muy de madrugada cuando no había otro momento. Es evidente que se sentía fortalecido por el tiempo que dedicaba a la oración y a estar a solas con su Padre. Entonces estaba listo para avanzar, para salir a realizar la tarea que tenía por delante. Un líder no puede esperar disciplina espiritual de sus seguidores a menos que él sea un ejemplo en ese sentido. Y Jesús fue un ejemplo. Esas disciplinas espirituales no le quitan tiempo al líder, ni le restan eficacia. Por el contrario, los vuelven más eficiente. La oración y el estar a solas con Dios lo preparan para la batalla. Son un requisito que un líder sabio nunca descuida.

Pero la relación que Jesús tenía con Dios no pasaba solamente por una cita diaria, o por un tiempo a solas con Dios, sino que era muchísimo más profunda. Jesús estaba en permanente comunicación con Dios y recibía instrucciones de él. Jesús aclara que no actuaba ni juzgaba a menos que viera al Padre hacer alguna de esas cosas. No llevaba a cabo ningún acto, ninguna obra, sin recibir instrucciones del Padre. Él estaba tan unido y sincronizado con Dios que pudo decir: Créanme cuando les digo que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí (Juan 14:11). Lo que Jesús hacía era interpretar a Dios. Cuando Dios hablaba, Jesús hablaba.

Muertos al pecado.

La espiritualidad también significa que estamos crucificados y muertos, como dice Romanos 6:6: Sabemos que nuestra vieja naturaleza fue crucificada con él para que nuestro cuerpo pecaminoso perdiera su poder, de modo que ya no siguiéramos siendo esclavos del pecado.

Ahora, con la muerte de nuestro «viejo yo», formalmente terminó nuestra relación con el pecado, pero eso no acabó con su existencia. El pecado y Satanás siguen moviéndose en torno a nosotros con tanta fuerza y seducción como siempre. Pero nosotros ya no estamos en la obligación de servir al pecado, salvo que voluntariamente decidamos vivir de una manera independiente de Dios, como lo hacía el viejo hombre. Cuando actuamos así, violamos nuestra nueva naturaleza, nuestra nueva identidad.

Por eso la verdad bíblica que señala: Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí, es una realidad que debemos vivir cada día. No para romper una relación que ya está rota, sino para no desdibujar nuestra identidad. Cada día tenemos que ir a la cruz, cada día tenemos que vernos crucificados allí con Cristo, cada día tenemos que negarnos a nosotros mismos para poder derrotar al pecado y a Satanás.

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