Hace un tiempo Félix visitó Costa Rica y tuvo la oportunidad de hablar con algunos de los líderes evangélicos de aquel país. Le comentaron acerca de un interesante trabajo sociológico llevado a cabo por el doctor Jorge Gómez titulado El crecimiento y la deserción en la iglesia evangélica costarricense. uno de los resultados del estudio señalaba que tres de cada cinco jóvenes abandonan la iglesia. Ese dato preocupa enormemente al liderazgo costarricense, fundamentalmente porque cuestiona la realidad del crecimiento de la iglesia en aquel país. Dicho de otro modo, ¿hay un crecimiento real cuando perdemos tres de cada cinco jóvenes en nuestras iglesias? El dato resulta verdaderamente sorprendente. Pero todavía lo es más saber que comparten esa misma situación muchos de los países de América latina.

Pensando en eso, no le costó demasiado a Félix pasar de la realidad latinoamericana a la española. La situación en España es, sin duda, tan grave o más que la de las naciones mencionadas. Los hijos de los creyentes están abandonando la iglesia. Se trata de un hecho que todos podemos constatar simplemente mirando alrededor de nosotros. Como persona dedicada desde hace años al trabajo con la juventud, Félix lo ha podido comprobar visitando y conociendo iglesias, no solamente de su denominación sino de otras también. El lamento es unánime y generalizado: ¡Nuestros jóvenes están desertando de la iglesia, abandonando la fe y los valores de sus padres! Eso ha sido corroborado por los comentarios de otros líderes y compañeros de ministerio.

¿Qué sucede con los hijos de los creyentes? ¿Por qué abandonan la iglesia? ¿Puede detenerse este terrible proceso? Y, si la respuesta es positiva, ¿qué puede y qué debe hacerse?

CAUSAS

Una fe cultural y confusión con respecto a la experiencia de conversión

Hay una realidad sociológica que no podemos ni debemos ignorar. Desde el final de la guerra civil en España hasta tal vez mediados de los años setenta, el crecimiento de nuestras iglesias se debió fundamentalmente a la incorporación de personas convertidas que provenían de fuera de los círculos evangélicos. Por decirlo usando nuestra jerga, provenían del mundo. Conforme nos acercábamos a los años finales de ese periodo el número fue decreciendo naturalmente. Parejo con este descenso, se produjo un aumento del número de evangélicos de «segunda generación», es decir, de aquellos que se incorporaban a nuestros círculos porque sus padres se habían convertido, porque sus padres habían tomado la decisión de abandonar el mundo, convertirse al Señor y dedicarse a él. Es precisamente a partir de mediados de los setenta que comienza a darse en nuestras iglesias la deserción de los hijos de creyentes en un ritmo creciente, que todavía no se ha detenido. El proceso incluso se ha visto agravado por la existencia de una tercera generación de evangélicos, hijos de los hijos de aquellos que una vez abandonaron el mundo.

¿Qué quiere decir todo esto? Fundamentalmente que ha habido dos generaciones de evangélicos que han accedido a la información relacionada con la fe y el evangelio no por una decisión propia sino como consecuencia de una herencia cultural familiar. Esos jóvenes han crecido desde pequeños conociendo y teniendo acceso a toda la información que permite a una persona ser cristiana. Han tenido numerosas oportunidades de recibir formación e instrucción, y de familiarizarse con la fe que puede otorgarles la salvación.

Como vimos, eso tiene algunas ventajas y algunos inconvenientes. La ventaja es que les ha permitido un acceso privilegiado al conocimiento de Dios y su Palabra. Pero la desventaja es que el conocimiento sin práctica produce un efecto de inmunización. Esos jóvenes saben pero no viven y, por lo tanto, pueden llegar a pensar que el evangelio realmente no funciona, que no sirve para la vida cotidiana. Pueden llegar a pensar que estar en la iglesia es lo mismo que formar parte de la familia de Dios y, por esa razón no ven la necesidad de una conversión personal.

En muchos de estos jóvenes se da una confusión relacionada con la experiencia de la conversión porque no saben si creen por convicción personal propia o porque han recibido esas creencias de sus padres. Ante esa confusión en lo referido a la fe y a su experiencia personal de conversión, los hijos de creyentes reaccionan de dos formas diferentes, que ya hemos mencionado anteriormente: o abandonan la iglesia o viven una fe nominal.

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