Necesitamos una teología urbana
Hace unos diez años tuve un sueño muy vívido y especial, de esos que uno sabe que quieren decirle algo. En ese sueño yo estaba, como si fuera el lente de una cámara de vídeo, posicionada en una esquina de la ciudad en un plano un poco más elevado, como mirando desde una ventana en un primer piso. Era una noche de fin de semana y esa esquina estaba llena de jóvenes que esperaban para entrar a algún recital o lugar bailable. Había chicos y chicas por todos lados, con las ondas más variadas; se los veía bien modernos.
De pronto, mi “lente” se acercó a un grupo en especial e hizo lo que se conoce como un zoom-in (acercar el lente): Observé a estos jóvenes que por fuera no se distinguían de los demás, estaban vestidos muy a la moda juvenil, con los pelos parados con gel y de colores, con peinados raros, aros y tatuajes, algunos de ellos con pantalones grandes y llenos de bolsillos. Vistos externamente no tenían nada que los hiciera “identificables” como cristianos, pero internamente yo tenía la certeza de que lo eran.
Cuando abrieron la boca y empezaron a hablar con los demás testificándoles, confirmé que no solo eran creyentes, sino que eran de una raza diferente de cristianos (¿Una “raza contra el viento”?). Tenían un poder tal en sus labios que su hablar me recordaba al rugido del León de Judá. No tenían temor, ni prejuicios a la hora de confesar a Cristo. Había una convicción en sus palabras y una autoridad tales que los demás se quedaban maravillados. A esto se refiere La Biblia cuando dice que todos se maravillaban viendo el denuedo de Pedro y Juan, “y les reconocían que habían estado con Jesús” (Hechos 4:13). Esto mismo debe haberles sucedido a los que escuchaban a Pablo cuando Hechos 9:21 dice: “y estaban atónitos”, pensé para mis adentros.
Luego me desperté. Me desperté y me quedé pensando y preguntándome si acaso aquella era un visión futurista de cómo serían los jóvenes de nuestras iglesias en unos años más. No solo cómo serían por fuera, sino—y principalmente—cuáles serían sus rasgos espirituales o internos.
Muchas veces, al mirar la composición de los grupos juveniles en nuestras iglesias evangélicas, aprecio bastante homogeneidad en ellos. Me refiero a que en general se observan jóvenes “comunes”. Llego a la conclusión de que, o nos dedicamos a ganar solo a cierto tipo de jóvenes (hablo de su estética, valores sociales, culturales, económicos, ideologías, etc.), o ganamos también “de los otros” y luego nos empeñamos en “convertirlos” a nuestra imagen y semejanza evangélica (lo que Junior Zapata llama “La máquina de hacer clones evangélicos”).
¿Qué sucede que, en general—digo en general porque algunas iglesias están haciendo un muy buen trabajo en esto de ganar a todos los jóvenes—no alcanzamos a los metaleros, a los ciberpunks, a los darks, a los modernos, los del arte callejero, por decir algunos? ¿O a nuestras iglesias entran algunas subculturas, generalmente las provenientes de clases sociales más bajas, menos pensantes, con más necesidad manifiesta de Dios? ¿Y los otros, no se van igualmente al infierno?
En una encuesta que realicé entre jóvenes y líderes a propósito de este libro, de un muestreo de aproximadamente trescientas personas, ante la pregunta: “¿En tu iglesia hay jóvenes de distintas subculturas?”, el 81% respondió que sí, pero cuando les preguntamos “¿Cuántos?”, el 63% dijo que había “pocos”. Al pedir su opinión de si la Iglesia estaba preparada para recibirlos, incluirlos, ministrarlos y enviarlos, un 62,5% reconoció que “no”.
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