Los ministerios juveniles que no trabajan en equipo viven sobrecargados, desmotivados, con baja comunicación y poca influencia sobre la comuni­dad si se les compara con aquellos que invierten en desarrollarse como un equipo donde cada miembro aporta su talento.

Solamente en novelas de ciencia ficción como Frankenstein de Mary Shelley, un científico genio puede crear todos los instrumentos que utilizará para sus experimentos, deambular de noche analizando las más complejas estructuras de los seres vivos, reproducir con asombrosa similitud el cuerpo humano y dotarlo de vida; todo sin participa­ción de otras personas (salvo en el aporte que represen­taron los cadáveres).

En historias como esta puede ocurrir de todo, pero en la vida real es completamente distinto, pues partimos de la base que Dios nos creó como seres sociales que dependemos mutuamente unos de otros. Es más, los buenos líderes saben que no pueden hacer todo solos, que Dios nos diseñó como un cuerpo dónde cada per­sona tiene habilidades, dones y talentos muy particula­res para la edificación y complementación de los demás (cf. 1 Corintios 12:4-30; Efesios 4:11-12).

Tal como lo señala John C. Maxwell: «Uno es dema­siado pequeño como para pretender cosas grandes». En otras palabras, es muy difícil que a través de nues­tro solo esfuerzo podamos alcanzar grandes sueños y realizar importantes aportes y cambios a la sociedad. Por otro lado, hay ciertas cosas que podríamos lograr, siempre que nos sean muy grandes o no presenten un nivel de complejidad que se salga de nuestras manos. Por eso, cuando trabajamos en equipo, podemos pro­yectarnos para alcanzar grandes objetivos. La diversidad y riqueza del trabajo mancomunado evita que nos desgastemos, pues la carga y la visión la compartimos todos. Además, nos permite llegar a otras personas y cumplir los objetivos, así nos ausentemos en algún momento.

En ese sentido, el primer principio para hablar de un ministerio juvenil efectivo es que todos trabajemos en equipo y en un ambiente de confianza en donde cada miembro tenga la libertad de expresar sus ideas y pen­samientos. Por eso, cuando nos fijemos una meta, es preferible estar seguros de que la podemos lograr antes de asumir riegos que nos lleven al fracaso.

Hay que resaltar que asumir el liderazgo implica un deber moral y espiritual, también la responsabilidad de enseñar y capacitar a la gente para que, a través del tra­bajo coordinado, esforzado y el suficiente entrena­miento, se puedan alcanzar las metas. Es imprescindible estimular a los integrantes del equipo con una sana competencia y reconocer con humildad que son importantes y que requerimos de sus habilidades. Esto, por supuesto, con el fin del bien común y no de protagonis­mos personales. Ahora bien, ¿qué permite el trabajo en equipo?

QUE EL LIDERAZGO ENTIENDA LA VISIÓN

Es nuestra responsabilidad hacernos entender, es decir, que la gente tenga claramente definido el papel que debe realizar dentro del equipo para que no existan malentendidos. Recordemos que con nuestras palabras dibujamos un cuadro mental en las personas.

QUE NUEVAS PERSONAS SE INVOLUCREN A AMAR INCONDICIONALMENTE A OTROS JÓVENES

Es importante identificar potenciales líderes que amen incondicionalmente, inviertan el tiempo sufi­ciente y sean ejemplo a otros jóvenes para agregarles valor a sus vidas a través del amor de Dios.

QUE SE INVOLUCREN PADRES O ADULTOS PARA QUE TAMBIÉN APOYEN

Esto no solo beneficia al ministerio juvenil sino a toda la comunidad cristiana, pues los jóvenes necesitan ver que sus padres son ejemplo de una vida familiar digna de imitar.

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