El papel que juega la familia en la educación espiritual del adolescente se puede ver como un proceso.

Durante la niñez, las relaciones se caracterizan por la cercanía y por constituir una etapa de «acumulación», porque el niño va acumulando reservas espirituales, morales, emocionales y sociales que tendrán una tremenda validez en los años turbulentos de la adolescencia. Este es el tiempo en el que los padres deben invertir en el desarrollo espiritual y emocional de su prole, teniendo en cuenta, en la medida de lo posible, el carácter único e irrepetible de cada hijo. Podemos ilustrar esta idea por medio de las bombas de calor. Estos artilugios producen y almacenan calor durante la noche, cuando las tarifas eléctricas son más bajas y, por lo tanto, el consumo es más económico. Este calor acumulado se libera durante el día, cuando las tarifas son más elevadas y, de usarse, el gasto sería mayor.

La adolescencia está caracterizada por el distanciamiento. Hemos mencionado anteriormente que este es totalmente necesario para el desarrollo de la propia identidad. En esta etapa los padres deben dejar ir, persistiendo siempre en una actitud de disposición hacia el joven. Como en la parábola del hijo pródigo, los padres deben tener una actitud de puertas abiertas y armarse de mucha paciencia. El final de esta etapa puede estar muy condicionado por la forma en la que se haya trabajado en la niñez con los hijos, es decir, por el proceso de acumulación que se haya llevado a cabo con ellos.

Afortunadamente, todo adolescente (aunque lamentablemente no todos con la rapidez deseada) suele «sentar cabeza», como acostumbramos a decir de forma coloquial. En su proceso de búsqueda de la propia identidad, pasados los momentos agudos del distanciamiento, es muy posible que el joven entre en una etapa de valoración de los principios, convicciones y estilo de vida de sus padres, especialmente si estos han sido personas íntegras, coherentes y sinceras.

Creemos que este es un mensaje de esperanza. Contra todo lo que pueda pensarse, cuando actúa como tal, la familia continúa siendo la fuerza determinante, la de mayor importancia, en la vida de los adolescentes.

Recurrimos de nuevo a Javier Elzo en El silencio de los adolescentes para ilustrar este punto:

La capacidad socializadora de la familia depende fundamentalmente de su propia estructura interna. Cuando la familia tiene una consistencia ideológica y emocional sólida no hay instancia socializadora que sea más potente a la hora de conformar hábitos, estructuras de pensamiento, actitudes y valores. Esto ocurre si se dan diversos factores, de los que citaremos los siguientes: armonía en los padres, tiempo dedicado a los hijos, estilos de vida, ausencia o presencia de un proyecto de vida familiar. Dicho llana y banalmente, dirían varios, una familia es tanto más socializadora cuanto más familia sea.

En ese caso, es muy posible que los hijos se den cuenta del tremendo patrimonio que la fe y los valores paternos suponen para sus vidas. También es muy probable que entiendan su valor y decidan adoptarlos como propios, entrando, por lo tanto, en una etapa de asimilación, en la que ya esos valores no se sostienen porque sean paternos, heredados o tradicionales, sino porque se han integrado libre y voluntariamente a la nueva y propia identidad.

Si usáramos el lenguaje del profesor Elzo, diríamos que cuando el joven se encuentra con un marco de referencia tradicional fuerte (en este caso la familia) es más fácil que asimile dentro de una personalidad equilibrada esos valores. Sin embargo, no olvidemos que aquí «fuerte» tiene el valor de íntegro, honesto, coherente, ejemplar, y no el de autoritario o rígido.

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