CONTINUEMOS… Soy hija de misioneros. Me críe en un seminario bíblico donde vi evidencia constante de un Dios verdadero y viviente. Nunca dudé de su existencia, ni regañé al ser hija de pastores con todo lo que eso implica (primeros en llegar a la iglesia, últimos al salir, compartir mis padres con toda la congre­gación y los estudiantes, vivir lejos de mis primos, abuelos, tíos, etc.). A mí me gustaba mucho vivir como vivíamos, y fui una niña a la que le gustaba agradar a Dios y a mis padres. Fueron pocas las veces que me tuvieron que disciplinar o castigar.

A los 16 años, por motivos de fuerza mayor, tuve que salir de casa y estu­diar en un internado religioso en otro país. Conocí algunos de los estu­diantes en el mismo vuelo, y lo pasé muy bien aprendiendo todo lo que me esperaba. Me acuerdo que al aterrizar nuestro avión, esperándome estaba una de las encargadas del internado donde viviría. Le saludé, y ella se tomó su tiempo mirándome de pies a cabeza, y con una media sonrisa me dijo: “Vamos a tener problemas contigo”. Me pareció extraño que me dijera eso, pues tenía puesto jeans y una chompa azul, botas, mi guitarra y, como solíamos usar en los ’80ss, un arete de pluma que me había obsequiado mi hermano al despedirme. En los primeros días en el internado, extrañé mucho a mi familia, y aunque me divertía con los estudiantes, seguía escuchando murmuración de parte de los adultos que yo obviamente era rebelde y que tendrían que vigilarme.

Ahora como adulta entiendo muy bien la realidad del poder de la palabra, y que lo que uno espera y proclama sobre una persona afecta esa persona, mucho más si son niños o adolescentes en plena etapa de formación. A los 16 años, yo supe que esperaban rebeldía y mal comportamiento de mi parte. No podía entender por qué, pero supe que esperaban lo peor de mí. Dicho y hecho, tomó unos seis meses, y ya mi comportamiento empezó a cambiar y cumplir con la expectativa de estos adultos. Me escapaba en la noche, veía películas (un grave pecado en esa época), o aun peor… ¡bailaba!

Ya para finalizar el año, me escapé a bailar con varios estudiantes, y los encargados se dieron cuenta. Pedí perdón por haber mentido y escapado, pero rehusé pedir perdón por haber bailado, pues les explicaba que el rey David bailaba y él fue un hombre conforme al corazón de Dios. No mostré mucho respeto ante las autoridades, y me echaron del colegio. Regresé a mi país. Mis padres estaban muy sorprendidos y no podían entender qué había sucedido. No me conocían como alguien rebelde, y día y noche me preguntaban cómo había llegado a creer que no tenía que seguir las reglas o que les faltara el respeto a las autoridades. No tenía respuestas, solo un terrible cargo de conciencia.

Doy gracias a Dios que al terminar el año se había determinado que habría nuevos encargados del internado y mi última semana en el internado lo pasé con ellos. Ellos me vieron en el peor momento de mi vida, pero, aun así, al tomar el puesto oficial como encargados del internado, me llamaron durante las vacaciones (larga distancia) y jamás olvidaré lo que me dijeron: “Elisa, vemos promesa en ti y queremos que regreses al internado, pero esta vez prometiendo seguir las reglas, aun cuando no estás de acuerdo con ellas” ¡Vemos promesa en ti!… Lloré como una bebita y les pedí perdón. Les pro­metí seguir las reglas y les agradecí esta segunda oportunidad, aunque no la merecía. Me mostraron gracia, y esa gracia me cubrió como un manto de perdón, desbloqueó mis oídos y mi razonamiento y entendí que como hija de Dios tenía que seguir reglas y mostrar respeto a mis autoridades. La clave es que demostraron gracia cuando estuve en mi peor condición, cuando estaban justificados para juzgarme como un caso perdido. Solo DESPUÉS de recibir esa gracia, pude yo entender la razón de mi rebeldía.

Primero viene la gracia, después llega el arrepentimiento. Martín Lutero dice: “Sí, querido amigo, primero debes poseer el cielo y la salvación antes de poder hacer buenas obras. Las obras nunca meritan el cielo, el cielo es conferido solamente por gracia”. Si esto es cierto, entonces no podemos esperar una vida llena de justicia, un comportamiento de buenas obras cuando recién nos están conociendo. El estándar de comportamiento no puede ser la vara que se use para deter­minar si son aptos para asistir a nuestras reuniones. Las nuevas generacio­nes están en busca de gracia, ¿cómo lo recibirán si esperamos que primero tengan fruto de esa gracia, antes de formar parte de nuestras iglesias?

¿Puede nuestra iglesia aguantar al pecador que todavía no reconoce su perversidad? ¿Nuestras iglesias son albergues, santuarios para el que busca gracia pero que todavía no lo encuentra, o para el que recién está entrando al proceso de santificación?

Como hija de misionera y ahora misionera, todo mi paradigma tiene que ver con derrumbar barreras al evangelio y buscar maneras para que los que me rodean tengan un encuentro con Dios. Con estas nuevas generaciones quiero subrayar el hecho que necesitan tener un encuentro propio con Dios. No basta con solo oír, o saber de encuentros, necesitan experimentar esa gracia y perdón de Dios; necesitan escuchar la voz del Espíritu Santo obrando en ellos.

Quiero llamar la atención a esta necesidad de experimentar, porque ya llevamos años aprendiendo que así es como las nuevas generaciones sien­ten que conocen a Dios. Hoy la necesidad de las nuevas generaciones es PRESENCIA. Con la destrucción de la familia en todos los estratos sociales, económicos y educacionales, la soledad abunda como nunca antes. Pre­sencia de representantes de Dios, embajadores de Jesús, es una necesi­dad intensamente sentida. Estas generaciones necesitan ver al cristiano (cuyo significado es ser un pequeño Cristo) vivir su fe junto al más vil, más rechazado, más repugnante pecador. En momentos de sufrimiento, duda, anhelo, confusión, pecado, desánimo, cuando toman malas decisiones, cuando sufren las consecuencias de malas decisiones, ahí estamos, los pequeños cristos, haciendo lo que hizo Jesús una y otra vez con el pecador, mostrando gracia.

Extracto del libro Reforma Que Alcanza a Las Nuevas Generaciones

Por Elisa Shannon Brown

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