“Si la subcultura se caracteriza por una oposición sistemática a la cultura dominante entonces se denomina contracultura”16, dice otra vez la Wikipedia.
Otra definición presentada es la siguiente: “La contracultura es un movimiento de rebelión contra la cultura hegemónica, que presenta un proyecto de una cultura y una sociedad alternativas.”17
Es sabido que el movimiento de contracultura se originó en los Estados Unidos, especialmente entre los jóvenes, en la década del ‘60, y se afianzó con los hippies. Sus banderas eran el amor y el sexo libre, la pacificación y el uso de drogas experimentales. En la actualidad, algunas de las subculturas juveniles existentes en el fondo son movimientos contraculturales, es decir, protestan contra los valores sociales y los modos de vida establecidos y proponen soluciones alternativas. Ejemplos de ellos son el movimiento hip-hop, la cumbia villera, punks, góticos, skinheads y otros.
Ahora, todos los que de un modo u otro nos relacionamos con la juventud, ya sea como líderes, consejeros, pastores o padres, debemos plantearnos sinceramente qué tipo de abordaje es el más eficaz para alcanzar a las subculturas juveniles.
Cuando conversaba con Yngrid, la estudiante de Humanidades que conté en la introducción, yo le decía que tristemente muchas veces veía al cristianismo como una subcultura más y que quería verlo como una contracultura, ella me respondió que contraculturizar era neutralizar a la cultura conquistada, anulando su personalidad. Casi al descuido me presentó este concepto de transculturizar, un término muy usado en la jerga misionera, y ahí entendí que eso mismo era lo que estaba buscando.
Al igual que los individuos, las subculturas tienen una especie de “personalidad” o ADN (también las naciones lo tienen); eso lo descubriremos más adelante al estudiarlas a fondo. Cada subcultura, no solamente no es intrínsecamente mala, oscura y diabólica, sino que además puede ser redimida y convertirse en un medio para manifestar la grandeza de Dios.
El punto es el siguiente: se dice que el cristianismo es una contracultura, y en cierto modo lo es, por sus características revolucionarias y por su oposición al sistema mundano corrupto. Hasta ahí mayormente estaremos de acuerdo. Pero, si juzgamos la connotación del prefijo “contra” (y no solo gramaticalmente, sino fundamentalmente por el efecto apreciado en la práctica), una contracultura da la idea de algo que choca contra los opuestos con el fin de destruirlos.
Ahora, ¿creemos nosotros que esta aniquilación de la personalidad de una subcultura es el método más eficaz para los tiempos posmodernos? ¿Creemos que el cristianismo como contracultura debe darse en una oposición violenta a la cultura reinante, atacando sus efectos visibles antes que sus raíces internas? Y si es así, en qué aspectos: ¿en lo moral?, ¿en lo espiritual?, ¿o nuestra oposición debería centrarse en los aspectos externos de las subculturas juveniles, como ser la vestimenta, el lenguaje y el comportamiento, tal como venimos haciendo?
No propongo aquí un acomodamiento del cristianismo a lo mundano, ni siquiera a las nuevas tendencias culturales -perennes o temporarias—en pro de modernizar la fe para hacerla más atractiva a nuestros jóvenes. Tampoco sugiero diluir las verdades contenidas en la Palabra de Dios. De ningún modo: los códigos y principios del evangelio eterno no están en juego en el siglo xxi como nunca lo estuvieron. Lo que me gustaría hacer juntos es lograr un replanteo de nuestra estrategia de ataque, si hubiera una. ¿La de contracultura es la más efectiva, correcta y bíblica o habrá otro abordaje más aconsejable?
Para facilitar la comprensión llevémoslo por ejemplo al plano de lo personal (ya que las subculturas están compuestas por individuos que tienen ciertas características en común). Pongamos, por ejemplo, el caso de una jovencita seguidora del movimiento hip-hop. Ella llega a la iglesia y luego de entregar su corazón a Jesús y dar una serie de pasos necesarios en la comunidad local (bautizarse, asistir a un grupo pequeño de discipulado, concurrir a las reuniones juveniles, etc.) ¿qué es lo primero que le instruimos? ¿No es acaso sugerirle que no pase tanto tiempo con esos amigos, que ya no escuche esa música, que abandone la plaza donde suelen juntarse a bailar, que se saque los pantalones holgados y se vista más femenina, etc.? Al hacerlo, estamos arrancando la identidad que ella eligió asumir al volcarse a esa tendencia musical y no a otra. Lo que nosotros llamamos “evangelicalizar” (atención: no “evangelizar”, que es un mandato divino) se llama en realidad contraculturizar. Ahora bien, no estoy afirmando que sea bueno o malo, simplemente estoy planteando—porque yo misma me lo he preguntado a la luz de los resultados obtenidos en estos años de servicio en el área juvenil—si eso es acaso lo más efectivo.
Aguarda, no te precipites con tus argumentos…Veamos ahora la noción de transcultura.
Extracto del libro Tribus Urbanas.
Por María J. Hooft.
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