Por momentos siento que en materia de “legislación” juvenil estamos viviendo en la época que rodeó al Concilio de Jerusalén.

Luego de aquella visión de Pedro para la salvación del mundo gentil, el libro de los Hechos nos sigue relatando que inmediatamente se convirtieron al Señor un centurión romano llamado Cornelio (La Biblia también dice que era piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, que era generoso para con el pueblo y que oraba a Dios siempre) y otros gentiles más.

Oyendo el mensaje completo del evangelio, no solo recibieron la obra de Jesús sino que también fueron bautizados con el Espíritu Santo ¡y para completar la fiesta se bautizaron en aguas allí mismo! Los tres pasos en cuestión de minutos (me pregunto por qué a nosotros el mismo proceso a veces nos toma meses, o años).

Cuando Pedro, emocionado por la noticia, sube a Jerusalén a contarles al resto de los apóstoles “su descubrimiento”, y les relata con detalles lo que Dios estaba haciendo entre los gentiles—mucho de lo cual les detalla, en especial su participación, para cubrirse de que lo mal interpretaran—el texto concluye de la siguiente manera:

Por tanto, si Dios les ha dado a ellos el mismo don que a nosotros al creer en el Señor Jesucristo, ¿quién soy yo para pretender estorbar a Dios? Al oír esto, se apaciguaron y alabaron a Dios diciendo:—¡Así que también a los gentiles les ha concedido Dios el arrepentimiento para vida! (Hechos 11:17-18).

¡Listo! Pongámosle un moño y cerremos el asunto.

¡No! ¡Un momento! Con el correr del tiempo, ya con la madre de las iglesias gentiles—la iglesia de Antioquía—fundada y en plena acción apostólica, Pablo y Bernabé de lleno en el campo misionero y el crecimiento de las iglesias gentiles porque dondequiera que iban, el asunto empezó a complicarse un poco. “Pasó de castaño a oscuro”, diría mi abuela.

Ciertos fariseos se estaban desesperando porque la cosa se salía de su cauce y las tensiones asomaban a cada paso.

—¿Qué piensan estos gentiles, que van a llegar así nomás, se van a meter en nuestra historia milenaria, van a ser incluidos en el pueblo de la promesa, con todos sus beneficios, y todo gratis?—decía José Torá.

—¡Ah, no! ¡Eso sí que no!—exclamó Judas Deuterocanónico.

—¿Cómo es esto? ¿Ellos caen del cielo, no tienen que guardar las fiestas, no tienen que diezmar, no tienen que seguir la Ley? ¿No tienen que hacer nada? ¿Nada?—insistió José Torá.

—Al menos que se circunciden, es lo menos que pueden hacer. Nosotros también creemos en Jesús, pero pasamos por el cuchillo, ¡como Dios manda!—protestó el Deutero…

—¡Llamemos a los culpables de este desborde y resolvamos la situación ya mismo!—Fue la conclusión ese día.

El problema era que “los gentiles no habían sido criados en la Ley, y su experiencia espiritual a partir de su conversión era completamente satisfactoria sin la observancia de todas las ceremonias de la Ley. Además, habían encontrado en Cristo la liberación de todo el legalismo y ceremonialismo de sus propias religiones. ¿Por qué, pues, debían colocarse de nuevo bajo otra esclavitud?”

Y así se convocó el Concilio de Jerusalén. Pedro, Pablo y Bernabé entre otros, por un lado. Algunos judíos convertidos y en especial los fariseos judaizantes, por el otro. Jacobo, el medio hermano de Jesús y escritor de la epístola de Santiago, presidía la reunión en su carácter de obispo de la iglesia de Jerusalén. ¿El motivo? Llegar a un acuerdo en materia legislativa: qué se les debía exigir a los gentiles que guardaran de la Ley. Lo que se estaba decidiendo en este caso no era un asunto menor: dependía de lo que allí se resolviera cómo se implementaría la fe en Cristo y qué relación guardaría esta con la salvación eterna de todos nosotros.

Hechos 15 nos relata que después de mucho debate, muchas opiniones encontradas, idas y vueltas, llegaron a un arreglo “a mitad de camino”.

Lo de la circuncisión quedó en la nada y les comunicaron a los gentiles que “Nos pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponerles a ustedes ninguna carga aparte de los siguientes requisitos: abstenerse de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de la carne de animales estrangulados y de la inmoralidad sexual” (Hechos 15:28-29).

Extracto del libro Tribus Urbanas

Por María J. Hooft

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