Guatemala tiene uno de los climas más increí­bles. A tres horas de la capital experimenta el delicioso frío de Quetzaltenango. A sólo una hora y media de la capital y ya está al lado del mar y tomando agua de coco.

Para las vacaciones de fin de año de 1994, fui con 5 amigos al puerto. Una pareja de recién casados, tres amigos solteros y yo. Había pa­sado mis primeros cuatro meses lejos de Gua­temala mientras estudiaba en el Instituto Bí­blico Cristo para las Naciones en Dallas, Texas. Regresar a mi país, volver a ver a mi familia y a mis amigos, fue una bendición. Llegamos a Aqua Magic, un parque de diversiones. Todo iba bien hasta que nos metimos al mar. Uno de nuestros amigos no sabía nadar. Todo le daba miedo y estábamos bromeando al res­pecto, cuando de pronto vino una corriente inusual del mar, a lo que en Guatemala llaman un alfaque. Yo era quien por unos dos metros estaba más mar adentro. La corriente me le­vantó y rápidamente me llevó hacia adentro. Esta es la pesadilla de muchos, pero yo esta­ba viviéndola en persona. Son esos segundos en donde uno piensa tanto. En ese entonces utilizaba lentes pues tenía miopía y no podía leer la Biblia a menos que me la pegara a los ojos a menos de dos centímetros de distancia. Sin lentes no podía leer, manejar, ni recono­cer rostros. A mi desesperación interna se le sumaba el no poder ver con claridad. Veía a la distancia todo desenfocado y a mis amigos en la playa. Yo me encontraba ya a unos cien metros mar adentro. Cuando nadaba contra el agua ni avanzaba ni retrocedía del punto en el que me encontraba. Cuando dejaba de nadar, el mar me llevaba más adentro. Mis amigos tenían una tabla para flotar. Me decía, si tan sólo me lanzaran la tabla, podría descansar y recobrar fuerzas. Ninguno de los cinco hizo algo más que verme batallar con serenidad por regresar al lugar seguro de la arena. Mantuve la calma, sabía que perder el control significa­ría una muerte temprana, debía estar sereno. Pero los innumerables pensamientos eran procesados en mi mente a la velocidad de la luz. Llegó el momento en donde ya algunos minutos habían transcurrido. Pensé, si voy a morir voy a morir lo más sereno posible hasta el final en donde sé que no podré más y no me quedará más que sufrir. En ese momento de­seaba que todo fuera un sueño. Minutos antes todo era risa y aventura. Ahora mi vida corría peligro y estaba por darme por vencido. De pronto, aparecieron frente a mí, dos personas más. Me dije, llegó la salvación. Pero… ¡Tam­bién se estaban ahogando! No. realmente eran dos salvavidas que habían llegado en mi auxilio. Uno de ellos me preguntó ¿Tiene pro­blemas para salir? En pleno cansancio se me salió el sarcasmo y le respondí: qué cree que ando disfrutando por aquí solo. Me dije, qué rico. Llegó la salvación, voy a estar a salvo. El salvavidas me explicó que había un alfaque y que en esas circunstancias la única manera de salir era nadar en dia­gonal hacia la playa y no contra el agua. Así que me dijo: nade. Sacando fuerzas de flaqueza nadé hacía la playa escoltado por dos salvavidas con cuerpo impecable. Al llegar a tocar la arena con mis pies, me paré. Los salvavidas me llevaban tomado del antebrazo. Las piernas debido al es­fuerzo extremo que había realizado me temblaban. Por lo menos dos personas que estaban en la playa y que asistían a la misma congregación a la que yo asistía, me felicitaron por no haberme ahogado. Ninguno de ellos pudo salvarme, sólo fueron espectadores, pero gracias a Dios, llegaron los salvavidas.

En el mar de la vida, las corrientes de las pruebas inesperadas y de las decisiones equivocadas nos querrán ahogar. Y enton­ces ¿Qué haremos?, ¿Aferrarnos a un salva­vidas? El problema es que existen muchos salvavidas a los que llamo, salvavidas de hierro. Aquellos que tienen forma de salva­vidas pero que al acercarnos y examinarlos de cerca, nos damos cuenta que sólo tienen la forma pero que son de hierro, incapaces de sacarnos a flote, sino todo lo contrario, tienen todo el poder para hundirnos más y más, hasta llevarnos a la muerte.

He visto a muchos aferrarse a un salvavi­das de hierro. Para algunos es el alcohol, para otros las drogas, para otros las re­laciones sexuales, para otros la mentira, para otros la rebelión hacia los papás, para otros la indiferencia ante todo, para otros la entrega total al estudio, trabajar y nada más y aún para otros la dedicación total a «buenos» amigos llamados así por su fidelidad, pero que son una mala in­fluencia para sus vidas. En medio de las pruebas inesperadas de la vida y de sus malas decisiones ¿Tiene algún salvavidas de hierro en su vida? ¿Cuál es un posible salvavidas de hierro al que usted se está aferrando?

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