“En el mes octavo del segundo año del reinado de Darío, la palabra del Señor vino al profeta Zacarías, hijo de Berequías y nieto de Ido: …ad­viértele al pueblo que así dice el Señor Todopoderoso: Vuélvanse a mí, y yo me volveré a ustedes”. (Zacarías 1:1-3).

Según dicen los comentaristas, Zacarías era profeta y sacerdote en Jerusalén en la época del regreso de los esclavos con Zorobabel; eso significa que fue contemporáneo de Hageo.

Dios puede utilizar tantas personas como él crea conveniente y necesario al mismo tiempo. Muchas veces, queremos cierta “exclusividad” divina, lo que nos haría sentir importantes; en realidad -como Zacarías y Hageo- somos apenas instrumentos en sus manos para cumplir con sus objetivos.

Este es uno de los profetas menores que Jesús mencionó durante su minis­terio terrenal. En Mateo 23:35, el Señor Jesús dice: “Así recaerá sobre ustedes la culpa de toda la sangre justa que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías, hijo de Berequías, a quien ustedes asesinaron entre el santuario y el altar de los sacrificios”.

Esta frase de Jesús une a nuestro personaje con Abel, lo que lo lleva a la lista de los mártires. El primero de la historia con el último del Antiguo Testamento. Al primero lo asesinó su hermano, Caín; a Zacarías, también lo asesinaron sus hermanos, los judíos.

Es esa situación extraña de hermanos que matan a hermanos, en el contexto bíblico: ovejas asesinando ovejas. ¿Te parece imposible? ¿Crees que solo en el pueblo de Israel ocurrían esas cosas? Piensa en la última vez que se te escapó un comentario hiriente sobre un hermano de tu iglesia; recuerda la última vez que pensaste mal de tu amigo…

Zacarías fue asesinado dentro del Templo. Durante este año, ya vimos algunos personajes que buscaron el Santuario para protegerse de la inminente muerte. El profeta y sacerdote no tuvo esa protección: sus asesinos no respe­taron el espacio sagrado. El lugar de la vida se transformó en el espacio donde encontró la muerte.

Me hace recordar a aquel ladrón que terminó suicidándose en el tanque bautismal de una iglesia, porque la policía lo estaba buscando. La diferencia un que el delincuente, en su error, se quitó la vida, mientras que al profeta se la quitaron sus propios hermanos. Lamentable.

Extracto del libro 365 Vidas

Por Milton Bentancor

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