Pasaje clave: Levítico 16 y 17.

Eran muchas las fiestas importantes y los días especiales que celebraban los israelitas a lo largo del año, pero había un día que se destacaba por encima de los demás. Se lo conocía como “el Día de la Expiación”.

Expiación significa que tú y yo merecemos el castigo y el enojo de Dios porque lo ofendimos con nuestros pecados, pero Él entregó a su Hijo Jesús a la muerte como nuestro sustituto para darnos perdón, quitar la culpa y sentirse Él mismo satisfecho al solucionar nuestro problema.

¿Cuándo se celebraría esta fiesta? (16:29).
En aquel día tan especial y significativo para el pueblo, ¿qué se hacía?
 1º. 16:6, 11.                          2º. 16:15-16.                                     3º. 16:21-22.
¿En qué lugar del Tabernáculo debía ofrecer el sacerdote la sangre de los animales sacrificados? (16:2, 12 al 15).
¿Cuál debía ser la actitud del pueblo y por qué? (16:29-31).

Aarón, el sumo sacerdote y hermano de Moisés, tenía que hacer expiación por él mismo, por su propia casa y por todo el pueblo. En el gran Día de la Expiación todos los pecados y rebeldías del pueblo eran perdonados.
Aarón entraba al Lugar Santísimo con la sangre de los animales sacrificados y la ofrecía delante de Dios junto con perfumes aromáticos. Por esa sangre derramada los pecados eran perdonados y Dios quedaba complacido.
En el lugar Santísimo, donde se manifestaba el Espíritu de Dios, solamente podía entrar el Sumo Sacerdote, en ese día y una sola vez por año.
Cualquier otra persona que quisiera entrar moriría inmediatamente. La santidad de Dios la destruiría. ¿Te imaginas por qué?

Sí, porque todos somos pecadores y Dios no tolera el pecado. Él es Santo.
Santo significa que, además de no haber pecado en Él, está alejado de todo lo inmundo y pecaminoso. Por esta razón el Sumo Sacerdote, antes de entrar en el lugar Santísimo, tenía que ofrecer un sacrificio por sus propios pecados para purificarse. Y luego vestir sus ropas santas para estar en la presencia de Dios (16:32-34).

Dios es el mismo, pero las cosas han cambiado para nosotros.
No necesitamos seguir aquel ritual judío. ¿Sabes por qué? Porque vino Jesús al mundo y todo cambió.
El día de su muerte fue el gran Día de la Expiación para toda la humanidad.
Él se ofreció en la cruz como sacrificio y derramó su sangre una sola vez y para siempre. Su sangre derramada satisface completamente a Dios.
No necesitamos sacrificar animales, ni realizar ritos, ni vestirnos de una manera determinada para estar delante de Dios. Por medio de Jesús podemos acercarnos a Dios tal como somos ¡y siempre!, a cualquier hora y desde cualquier lugar. No tenemos que tener miedo de Él, porque cuando nos mira ve en nosotros la vida perfecta de Jesús a pesar de que conoce nuestras imperfecciones y debilidades.

Aún así, Dios sigue odiando y enojándose contra el pecado tanto como antes. Para Dios el pecado no cambia y sus consecuencias siempre son negativas. El pecado no es algo cultural que se acepte o se rechace según como evoluciona la sociedad. No depende de las modas ni de los criterios políticos o filosóficos que tienden a legalizar todo aquello que no pueden solucionar. Para Dios lo que antes era pecado, hoy también lo es y lo que antes era maldad, también lo es ahora.
Y Él todavía disciplina y castiga al que no se arrepiente de ellos.

Pero ¿por qué tanta severidad de Dios con el pecado y con aquellos que no se arrepienten aunque sean buenas personas?
Hay muchas razones.
El pecado enferma. El pecado divide. El pecado pide más pecado.
Endurece la conciencia y da lo mismo volver a pecar. El pecado mata la vida espiritual. Anula las ganas de buscar a Dios y de compartir momentos significativos con otros creyentes. Produce culpas, intranquilidad y confusión. Impide entender los propósitos y la voluntad de Dios.
Pero Jesús todavía perdona, libera y da paz al que se arrepiente y los confiesa.
¿Cuál es tu decisión?

Extracto del libro “Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes: Éxodo-Levítico”

Por Edgardo Tosoni

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