Visión que recibió Isaías hijo de Amoz acerca de Judá y Jerusalén, durante los reinados de Uzías, Jotán, Acaz y Ezequías, reyes de Judá. (Isaías 1:1).

Hay muchos pasajes del libro de Isaías que podrían servir como centro de la meditación de hoy. Pero, entre todos ellos me gustaría que te detuvieras en tu pensamiento para que recorramos juntos la famosa visión del capítulo 6, cuando el profeta vio a Dios.

¿Cómo te imaginas a Dios? ¿Qué cara le pintas en tu imaginación? Perso­nalmente, lo veo con una sonrisa dulce, como la de mi papá cuando se sentía -por algún motivo- orgulloso de alguno de nosotros; como la de mi hija cuando entiende un discreto elogio y viene corriendo a abrazarme. Es esa sonrisa que trasluce alegría, paz, seguridad, confianza. Es ese gesto que ilumina un día oscuro; esa mano que te acaricia suavemente, exactamente cuando tu corazón quiere comenzar a llorar.

Cuando leo el texto, no puedo menos que pensar en lo poco reverentes que somos en la presencia de Dios. Los serafines, seres santos se cubren el rostro ante el Todopoderoso; nosotros vamos hasta su presencia, en su casa, sin la más mínima preparación espiritual. Quizá pasamos horas frente al espejo -por eso llegamos tarde a los cultos- cuidando de nuestra imagen externa, aquella que mostraremos a los amigos; pero el aspecto espiritual (que de eso se trata nuestra relación con Dios) queda relegado a un cuarto o quinto plano en la lista de nuestras prioridades, incluido el sábado por la mañana.

Isaías, cuando tiene su visión de Dios, se siente perdido porque se sabe pecador, impuro e indigno. Reconocerse pecador es el primer paso para solu­cionar nuestra situación espiritual. Y ese es nuestro primer gran problema; no conseguimos vernos como realmente somos. Como no matamos, no robamos ni amanecemos borrachos en una cuneta, creemos que somos buenos.

Dejamos pasar los «detalles de personalidad» como el chisme, la mentira y el orgullo, porque argumentamos que estamos peleando contra esos rasgos hereditarios… ¡Mentira! El chisme, la mentira y el orgullo son pecados y nosotros, que nos deleitamos en ellos, somos pecadores.

Necesitamos de un Salvador, y si él no nos rescatara, estaremos eternamente perdidos. Es hora de que abras tus ojos y aceptes tu realidad, antes de que sea demasiado tarde. No es un buen momento para hacernos trampas al solitario. Dios necesito de tu reconocimiento y confesión, para poder tocarte con la brasa de su perdón.

Extracto del libro 365 Vidas

Por Milton Bentancor

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