Pasaje clave: Levítico 24.

Luego de algunas indicaciones con respecto al aceite que mantendría encendidas las lámparas del Tabernáculo (versículos 2 al 4) y cómo preparar y ubicar las 12 tortas (panes) que comerían Aarón y sus hijos (versículos 5 al 9), se narra un hecho de consecuencias fatales…

Cuidado con la Boca, Nene.
¿Cuál fue el incidente? (24:10 al 12).
¿Qué consecuencias tuvo? (24:13-14, 23).
¿Y por qué tanta severidad? (24:15-16).

La blasfemia es insultar e injuriar el nombre de Dios.
Utilizar su nombre de manera despreciable o decirle a Dios las palabras más bajas y sucias que puedas imaginar. Hablar despreciativamente de Dios y de las cosas santas.
Indudablemente el muchacho que blasfemo el nombre de Dios debe haber gritado como un descontrolado mientras se agarraba a golpes de puños con el otro israelita, y dado que la pelea fue dentro del campamento, muchos escucharon sus insultos y blasfemias.
Fíjate que Dios le ordena a Moisés que todos aquellos que fueron testigos del incidente (“que oyeron”) pongan sus manos sobre la cabeza del muchacho blasfemo para que luego toda la congregación lo mate a piedrazos. ¡Una forma terrible y horrible de morir!

La santidad del nombre de Dios había sido manchada por un boca sucia, por una lengua repugnante.
Dios deja bien en claro que Su Nombre es Santo. Su Nombre no puede ser tomado a la ligera, ni usado para descargar broncas.
No importaba quién fuera, judío o extranjero, debía morir.
Si ellos no podían respetar el nombre de Dios, ¿qué tipo de respeto podía esperarse entre los propios hermanos?
Si lo más santo, sublime y eterno es tratado con desprecio y bajeza, ¿qué puede esperarse, entonces, de todo lo demás que ni siquiera se acerca a la santidad de Dios?
Me refiero a nuestras relaciones diarias con las demás personas.

La persona que es capaz de insultar a Dios es capaz de hacer cualquier otra porquería, sin tener ninguna clase de límite o control en sus actos.
El que desprecia a Dios con sus palabras, primero “practicó” (y mucho) insultando a sus padres, amigos, hermanos, profesores y a cuanta persona se le cruzara en su camino. A una persona así no le importa nada. Está endurecido y cegado por su propio descontrol. ¿Cómo podía tolerárselo dentro del pueblo? ¿Cómo podía permitirse que una persona como esta contamine a todos los demás?

¡Te Voy a Lavar la Boca con Jabón!

A veces, en tu “desesperación” por ser como los demás y sentirte “aceptado” y “respetado” incorporas a tu vocabulario un montón de palabras de lo más sucias. Al principio “te cuidas” y las dices únicamente entre tus amigos, pero después, cuando pierdes el control, hasta tus propios padres sufren las repugnantes palabras que salen de la cloaca de tu boca.
Cuidado. Estás muy cerca de blasfemar contra Dios…

Tal vez creciste en un hogar en donde 8 de cada 10 palabras eran insultos. Y te habituaste a oírlas, a creerlas y a usarlas como armas para lastimar cada vez que te sentías atacado.
En algunos hogares son los propios padres quienes festejan las primeras malas palabras de sus hijos. ¡Qué tierno! Pero después se desesperan y no saben qué hacer cuando “el nene” usa esas mismas palabras contra ellos.
No importa cuál sea el caso. Lo que te tiene que quedar en claro es que cualquier clase de insulto, maldición o blasfemia que digas, es pecado contra las personas y contra Dios mismo. No es un mecanismo de liberación, porque aunque emocionalmente te desahogues de muchas cosas que te presionan, te hundes y te esclavizas espiritualmente.

Piénsalo.

Limpia tu boca. Sé santo en tu manera de hablar. Recuerda que un insulto nunca soluciona nada y siempre empeora las cosas. Aunque no siempre sea fácil, usa palabras que hagan bien, que sanen, que motiven.

Extracto del libro “Desafíos Para Jóvenes y Adolescentes: Éxodo-Levítico”

Por Edgardo Tosoni

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