«¿Sabes tú lo que yo soy?» -dijo una vez un adolescente. «Soy una coma».

«¿Qué quieres decir?» -preguntó el otro.

“Cuando yo hablo con mi papá, el para de hablar y hace una coma. Entonces, cuando yo paro de hablar, el comienza de nuevo como si yo no hubiera dicho nada. Yo soy sólo una coma en medio de sus conversaciones”.

Muchos de nuestros jóvenes están clamando por tener una verdadera conversación con sus padres. Una que integre no sólo intercambio de pensamientos, sino también de sentimientos. Una conversación que involucre a ambos, el que habla y el que oye. Los mismos principios que se aplican a la conversación entre dos adultos debe aplicarse a la de un adulto y un adolescente. Sin embargo, la dificultad surge del temor al rechazo o al ridí­culo. Un chico vacila muchas veces antes de expresar sus ver­daderos sentimientos u opiniones. ¿A quién le gusta ser recha­zado o ridiculizado? ¿Quién tiene oportunidad de ganar una dis­cusión con un adulto?

Un principio de prioridad en la comunicación con un niño o adolescente es que reglas sin relación igualitaria conducen a la rebelión. Lo he visto suceder vez tras vez. Un chico hace algo moralmente malo, y los padres dicen: “¿Cómo pudo ocurrir? No­sotros le hemos enseñado claramente a ella lo que la Biblia di­ce acerca de esa conducta». Usted puede tener todas las reglas que desee en su familia, pero si usted no tiene relación amisto­sa con sus hijos, usted en lugar de respuesta va a tener rebelión.

Las buenas relaciones se edifican sobre un respeto mutuo. Si usted respeta los derechos de sus hijos, ellos respetarán los suyos. El respeto comienza con escuchar. Si usted se da cuen­ta de que alguien lo está escuchando, usted siente respeto por él. El apóstol Santiago dice en el Nuevo Tes­tamento: «Todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar» (Santiago 1:19). Un proverbio irlandés dice: «Dios nos dio dos oídos y una boca, así debemos oír el doble de lo que hablamos».

Nosotros los padres tenemos la tendencia de tratar los proble­mas de nuestros hijos muy a la ligera. «¡Oh, es cosa de na­da!», decimos. Yo he descubierto que los niños toman sus problemas tan seriamente como usted o yo tomamos los nuestros. Sus problemas pueden no ser tan profundos como los nuestros, pero ellos no tienen tampoco tanta experiencia como nosotros. Así que por lo que a emociones se refiere, estamos en el mis­mo lugar cuando encaramos problemas.

Debemos ser cuidadosos en no tomar ligeramente los proble­mas de nuestros hijos. Cuando ellos están enfrentando dificul­tades, tenemos una oportunidad única de influir sobre ellos. De­bemos abrazarlos, animarlos, compartir con ellos de nuestra propia experiencia, o andar junto con ellos en sus problemas. A menudo no necesitamos decir nada. Es una tentación de­tenernos y echarles un sermón, pero escuchar es a menudo más importante. Los niños prefieren mucho más que se les escuche.

Una parte importante de la comunicación es oírlos. Allí es donde fallamos. Yo siempre deseo interrumpir, no es­perar hasta el fin de lo que el niño quiere decirme. Pero los chicos desean contar todo el cuento, o explicar toda la situación, y si ellos se dan cuenta de que usted no los quiere oír, ellos se van a cerrar. Usted conocerá algunos pocos hechos, pero no todos sus sentimientos. Nosotros los padres creemos que tenemos que dar consejo, citar la Biblia a nuestros hijos, cuando a menudo lo que más necesitamos es oír. Un adolescente me dijo hace poco: «Vea usted, yo traté de compartir algo con mis padres, y tan pronto abrí la boca, ellos me citaron la Biblia. Yo no quiero que me citen la Biblia. Yo quiero que me escuchen».

Concentrarse en lo que un chico está diciendo puede parecer difícil. De cada 500 palabras que se dicen, podemos oír y en­tender 100; así es fácil para la mente divagar. Yo me digo a mí mismo: “¿Puedes repetirle a tu hijo qué es lo que él o ella te ha dicho?” Si mantengo ese pensamiento vivo en mi mente, me ayuda a concentrarme.

(CONTINÚA…)

Extracto del libro “Lo que Deseo que Mis Padres Sepan Acerca de mi Sexualidad”

Por Josh McDowell

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