Podemos decir que los jóvenes de nuestras iglesias viven a la vez en dos esferas totalmente distintas: la sociedad (el mundo, como lo denomina la jerga evangélica) y la iglesia. Esas dos esferas no solo son diferentes, sino que, en forma creciente, se están volviendo radicalmente opuestas y están en permanente conflicto.

Por un lado, la juventud evangélica está expuesta dentro de la iglesia a toda una serie de valores, prioridades y formas de ver la vida, que constituyen lo que podríamos denominar la cosmovisión judeocristiana. Durante siglos esos valores han sustentado y estructurado la cultura y la sociedad occidental. Incluso, aunque las personas no fueran creyentes, participaban de esos valores, ya que ellos conformaban el consenso cultural sobre el que se construía la sociedad, y esta los utilizaba para regirse.

Sin embargo, desde hace años esa realidad se ha venido deteriorando y en el último tiempo lo ha hecho de una forma acelerada y dramática. Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que asistimos al fin de una sociedad sustentada en los valores inspirados por el cristianismo. En la década pasada, F. Nietzche, anunció la muerte de Dios. En la segunda parte de este siglo, J.P. Sartre declaró que, tras haber matado a Dios, ahora era el tiempo de matar los valores de Dios. Todo parece indicar que en buena parte de nuestro mundo esa empresa está teniendo bastante éxito.

Como anteriormente lo mencionamos, muchos de los valores propios de la cultura cristiana son abiertamente cuestionados, cuando no rechazados de plano, por la sociedad en que vivimos. Temas como la fidelidad matrimonial, la propia institución del matrimonio, la ética sexual en todos sus aspectos, los desafíos de la bioética y otros semejantes son puestos en tela de juicio y el relativismo moral es lo que prima, como claro exponente de lo que señalamos.

Así pues, los jóvenes de nuestras congregaciones se encuentran andando a caballo de ambas realidades, ciudadanos, lo quieran o no, de dos reinos diferentes. Por un lado, los valores del reino de Dios, que, con mayor o menor fortuna les transmiten la familia y la iglesia, y por el otro, los valores de la sociedad en la que han nacido, de la que son hijos. Estos últimos les son transmitidos por sus amigos, el sistema educativo y los omnipresentes medios de comunicación.

La tensión está viva y presente. Esa realidad produce en los muchachos y muchachas de nuestras iglesias una auténtica esquizofrenia, ya que han de formar su personalidad, su propia cosmovisión, en medio del marasmo cultural e ideológico que supone este enfrentamiento entre los dos reinos.

Con demasiada frecuencia, ante una ofensiva cada vez más violenta y radical de la sociedad, la iglesia adopta una actitud defensiva, especialmente dentro del sector de los adultos mayores. Ante la imposibilidad de entender y digerir las nuevas realidades, la iglesia se cierra en bloque y automáticamente anatematiza y rechaza todo lo que provenga de la sociedad, tanto lo malo como lo bueno. Desgraciadamente, el rechazo no siempre va acompañado de una buena interpretación y reflexión teológica acerca de las nuevas realidades. Se trata un «No, porque no».

Consecuentemente, los jóvenes se encuentran ante una presión creciente y difícil de resistir por parte de la sociedad, y una actitud débil por parte de la iglesia, que no logra dar respuestas a sus preguntas, interrogantes, crisis y expectativas. Así pues, la crisis está como servida en bandeja. Muchos jóvenes se dejan llevar por el arrastre del mundo y, aunque no abandonan la iglesia, su cosmovisión es cada vez menos bíblica.

Cuando llegan a la adolescencia, se produce un proceso inevitable en la vida de los muchachos y muchachas de nuestras iglesias: empiezan a ser conscientes de todas las contradicciones que existen a su alrededor. Eso es una realidad en los ámbitos de la familia y la iglesia.

Es común entre los adolescentes afirmar que la iglesia está llena de hipócritas. Todos, sin ninguna duda, hemos escuchado esa afirmación de labios de los jóvenes y adolescentes con los que llevamos a cabo nuestra pastoral juvenil. Al margen de que la juventud de todas las épocas haya hecho esta misma afirmación, debemos preguntarnos, desde un punto de vista crítico y serio, qué hay de realidad en ella.

El desarrollo de nuevas capacidades de pensamiento en la vida de los adolescentes les permite volverse reflexivos en niveles que hasta entonces no les había sido posible. Lo que con anterioridad a ese momento les parecía un universo perfecto e inmaculado, de pronto se convierte en una realidad llena de fallas, falsedad y contradicciones. Debemos entender que los adolescentes y muchos jóvenes tienden a visualizar la realidad en términos de blanco o negro, sin ninguna gama de matices intermedios y que, por tanto, su apreciación no necesariamente resulta del todo exacta. Pero también es cierto que no tenemos que cerrar nuestros oídos a sus críticas y opiniones.

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