Los jóvenes nos transmiten sus cargas y necesidades. Abren sus corazones y nos dejan conocer su intimidad. Vienen a nosotros en busca de ayuda, consuelo, dirección, discernimiento y apoyo. Todo eso nos hace sentir bien, satisfechos, importantes, valiosos, pero también puede llevarnos al punto de creer que somos realmente necesarios, y hasta imprescindibles, en sus vidas. Podemos caer en la tentación de hacer que la gente cree una dependencia de nosotros, y no los ayudamos a crecer para asegurarnos de seguir experimentando todos esos bonitos sentimientos que tanto nos gratifican. Crear una dependencia emocional y espiritual es muy peligroso. Mantener artificialmente el «cordón espiritual» con el joven puede ser una fuerte tentación que debemos evitar sin reparos.

Nuestra tarea no es desarrollar un infantilismo espiritual y emocional en los jóvenes. Por el contrario, debemos tener siempre presente que nuestro propósito principal es ayudarlos a que sean personas maduras en Cristo. Debemos enseñarles que deben depender directamente del Señor y, de ese modo, evitar toda dependencia de nosotros más allá de lo necesario. Si así no lo hacemos, la relación con el joven al que estamos acompañando espiritualmente será totalmente insana y negativa.

Trabajamos para que los jóvenes lleguen a ser maduros en Cristo, y para que vivan y piensen como el Maestro. Cuando eso sucede, Dios es glorificado. El objetivo de nuestro trabajo con ellos no es que nos sintamos realizados, gratificados y útiles en la vida de los jóvenes. En el mejor de los casos, podría ser un resultado secundario, pero nunca la motivación para invertir tiempo en ellos.

Adjudicarnos el éxito por los buenos resultados

Dios es el responsable principal de las vidas de los jóvenes con los que estamos trabajando. Él tiene más interés y carga por ellos que la que tú puedas tener. Debes evitar sentirte responsable de que su vida cambie, porque no está en ti la capacidad para producir semejante transformación.

No debes plantearte tu trabajo en términos de éxito o fracaso. Si el joven no cambia ni progresa en su vida cristiana no debes sentir que fracasaste. Volvemos a la misma afirmación de antes: el crecimiento lo produce el Señor. Tú eres responsable de ser fiel al llamado de ayudar a aquel joven en particular, y obedecer al Señor dedicándole tiempo, guiándolo, orientándolo y dándole el apoyo necesario. Si realizas bien esta tarea, los resultados le competen al Maestro.

Tampoco eres un triunfador si todo salió bien. La transformación es obra del trabajo sobrenatural del Señor. El éxito en el ministerio cristiano no consiste en obtener «resultados», ni el fracaso en la ausencia de ellos. Dios mide nuestro éxito o fracaso en función de lo fieles que hayamos sido a la responsabilidad que él nos delegó y a la tarea a la que nos llamó.

Extracto del libro “Raíces”.

Por Félix Ortiz.

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