La sociedad de hoy origina y refuerza una mentalidad individualista, por lo que el prestar atención a los demás y darles importancia es solo un enunciado discursivo que se desmiente totalmente con los hechos. Esa mentalidad individualista hace que nos volvamos indiferentes y pasemos por alto las necesidades de otros.

Jesús introdujo un estilo de liderazgo completamente nuevo. Expresó la diferencia entre el antiguo y el nuevo liderazgo en estos términos, en Marcos 10:42–45:

Así que Jesús los llamó y les dijo: –Como ustedes saben, los que se consideran jefes de las naciones oprimen a los súbditos, y los altos oficiales abusan de su autoridad. Pero entre ustedes no debe ser así. Al contrario, el que quiera hacerse grande entre ustedes deberá ser su servidor, y el que quiera ser el primero deberá ser esclavo de todos. Porque ni aun el Hijo del hombre vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.

Así pues, entre los seguidores de Jesús, el liderazgo no es sinónimo de señorío. Nuestro llamado es a ser siervos y no jefes; esclavos y no amos.

En nuestra manera corriente de hablar, la palabra siervo muchas veces adquiere contornos y significados bastante despreciativos. O se la utiliza demasiado a menudo dentro de una connotación negativa. Pero ese no es ni el sentido etimológico ni el sentido bíblico que la palabra encierra.

El significado originario de la palabra siervo es noble y bello. Muchas veces el siervo era designado como heredero de todo el patrimonio familiar. En algunos textos bíblicos que hablan de la vida de la corte, el siervo era considerado en como el «oficial regio» al que se le confiaban trabajos de altísima responsabilidad y confianza. Incluso era considerado como siervo aquel que ejercía funciones en el templo, y por desempeñar esa tarea gozaba de gran estima por parte de todos.

Es la verdad que a los líderes les corresponde cierta autoridad, ya que el liderazgo sería imposible sin ella. Pero el énfasis de Jesús no estaba puesto en la autoridad del líder que dirige, sino en la autoridad que adquiere el líder que sirve. La autoridad de un líder cristiano no proviene del ejercicio del poder sino del amor; no es por imposición sino por el ejemplo; no emplea la coacción sino la persuasión razonada.

Jesús era Señor de todo y, sin embargo, se hizo siervo de todos. Se puso el delantal de la servidumbre, se arrodilló y lavó los pies de los apóstoles. Ahora nos pide a nosotros que hagamos lo mismo, que nos revistamos de humildad y que en amor nos sirvamos unos a otros. Ningún liderazgo lleva auténticamente la imagen de Cristo si no se caracteriza por un espíritu de servicio humilde y gozoso.

Pero, ¡cuidado! Muchas veces tras la fachada de servicio a los demás, nos servimos a nosotros mismos. Cuando el servicio no implica un sacrificio real, cuando no incluye el entregar algo, cuando no tiene que ver con ir más allá, cuando no significa esfuerzo… ¡eso que estamos llevando a cabo no es servicio! Simplemente nos estamos sirviendo de las personas, de la estructura, del sistema, de la iglesia.

Corazón compasivo

El liderazgo que permanece, que logra un impacto positivo y de largo alcance, es el que se caracteriza siempre por la compasión. El líder compasivo se preocupa en todo momento por las personas, tanto en forma individual como en forma grupal. Tiene un corazón sensible hacia los demás y procura el bienestar de cada individuo.

El líder compasivo se interesa aun por los sentimientos de aquellos que se ven afectados por sus decisiones. Nunca se muestra arrogante ante el sufrimiento producido por su liderazgo, y se esfuerza a fin de que las cosas resulten lo mejor posible tanto para el individuo como para el grupo y su misión.

El líder compasivo también cuida de sus seguidores y de su entorno. Las personas que integran el equipo que dirigimos resultarán más eficaces y se concentrarán mejor en la misión y la visión que llevamos adelante sólo cuando vean suplidas sus necesidades y las necesidades de sus familias.

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