Mencionamos anteriormente que los padres son los principales responsables de que sus hijos reciban una formación espiritual, así que la iglesia y, consecuentemente, el ministerio juvenil, son simples colaboradores. Nuestra tarea es ayudar, reforzar y complementar, si cabe, el trabajo realizado por los progenitores, pero nunca sustituirlo. Por lo tanto, debemos evitar caer en la trampa de creer (o que nos hagan creer) que es nuestra la responsabilidad que los jóvenes se formen y desarrollen espiritualmente.

Volvemos a insistir, nuestro trabajo es una tarea de colaboración, pero de ninguna manera de suplantación. Es importante tener en claro este concepto para evitar males posteriores. Debido a la pretensión de algunos padres de que la responsabilidad de la educación espiritual de sus hijos nos corresponde a nosotros, uno de los peligros que debemos evitar es considerarnos responsables del resultado final. Porque ellos intentan traspasarnos una carga que la Biblia no coloca sobre nosotros. Y si, equivocadamente, la aceptamos, deberemos aceptar también la responsabilidad de los resultados, lo que nos puede crear un gran sentido de culpabilidad y fracaso.

Esto no significa que el ministerio juvenil no deba esforzarse por ministrar vida a cada joven de la mejor manera posible y hacer todo lo que esté a su alcance para atender a sus necesidades. Sin embargo, es importante que seamos capaces de discernir la diferencia entre colaborar y suplantar.

Este apartado, no obstante, no estaría completo si no habláramos de la posibilidad de que se plantee en la pastoral juvenil el caso de aquellos jóvenes o adolescentes que, por diferentes razones, no reciben en su casa la formación o educación espiritual que necesitan. Ello puede deberse a numerosas causas: tal vez se trate de personas que provienen de hogares no cristianos; o de padres que han abandonado la fe; o que no están caminando fielmente con el Señor; o, desgraciadamente, que no consideran importante la formación espiritual de sus hijos, ya que su propia espiritualidad es bastante nominal.

En situaciones de este tipo debemos entender que la comunidad cristiana debe actuar como una auténtica familia adoptiva, llevando a cabo aquellas funciones que la familia natural no puede asumir, o se niega a hacerlo, y caminando una milla extra con ellos, precisamente aquella que sus progenitores han decidido no caminar.

Aunque esto puede darse, no todos los casos son iguales. No podemos poner en un mismo nivel al padre que no es creyente y a aquel que no considera que deba hacer ningún esfuerzo por educar espiritualmente a su hijo, porque cree para eso está la iglesia. La responsabilidad que «voluntariamente» asumamos no puede, ni debe, ser la misma en ambos casos.

El punto final que deseamos remarcar es que, cuando las circunstancias así lo requieran, podemos asumir con libertad un determinado grado de responsabilidad por la vida espiritual de ciertos jóvenes. Sin embargo, este siempre debe ser voluntario, fruto de nuestra carga y amor por los jóvenes, nunca por las presiones o manipulaciones familiares. No olvidemos que los resultados finales siempre están en las manos de Dios. Nunca podemos asumir nosotros la responsabilidad de que sus vidas cambien.

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